Era una tarde fresca y el cielo todavía presentaba un aspecto plomizo.
Caminaba con aire distraído por la calle, cuando abrió lentamente la puerta de su casa.
Al quitarse el abrigo, un vago recuerdo llegó a su cabeza.
Quitó el pesado cerrojo que daba acceso a las escaleras y empezó a bajar.
Diez peldaños, se acercaba poco a poco, cinco peldaños, lo tenía a tiro de piedra, un peldaño
Lo miró con curiosidad, y poco a poco empezó a esbozar una tímida sonrisa.
Primero probó a meter la punta del pie en el charco. No pasó nada.
Después metió un pie entero, luego el otro.
Un pequeño saltito lanzó algunas gotas a su alrededor.
Un salto más grande y las gotas llegaron más lejos.
Cinco minutos más tarde saltaba y giraba sin poder contener las carcajadas.
Súbitamente, de la oscuridad aparecieron dos policías que lo agarraron de los brazos.
Por las escaleras bajaron otros tantos, mientas en la calle sonaban las sirenas de policía.
El inspector Olmedo encendió un cigarro mientras observaba a Don Ramón con la ropa y los zapatos manchados de sangre.
Don Ramón, noventa años, viudo y jubilado desde hace años, vecino modélico, y aficionado a tomar todas las mañanas su carajillo de café leyendo el periódico en el bar de toda la vida.
¿Don Ramón, porque lo hizo? Preguntó el inspector. ¿En que mierda estaba pensando? ¿Dónde están las gemelas?
Don Ramón, diagnosticado desde hace doce años con trastorno de personalidad múltiple solo gimoteaba en el suelo y entre sollozos decía: Mamá, ¿Dónde está mi mamá?