No eran ni las doce y, muy a mi pesar, tuve que volver a casa. Algo que había comido en el cumpleaños me había sentado mal. El estómago se me retorcía. Quería vomitar, pero no lo lograba. Cuando me tocó pagar el taxi descubrí que me había dejado las llaves, pero no me preocupé: mi hermano estaría en casa. La puerta del portal me la abrió la vecina del primero, que sacaba al perro. Pero una vez frente a la puerta de casa, mi hermano no me abría. Tampoco contestaba a mis llamadas. ¿Podía ser que hubiera salido de fiesta aprovechando que nuestros padres estaban ausentes? Rompí a llorar de la desesperación. Entonces se abrió la puerta de al lado. De la oscuridad brotaron varias cabecitas. Me expliqué. Me invitaron a pasar.
La casa de los vecinos era tan grande como la nuestra, pero tenía una decoración bastante demodé. La madre me cogió el abrigo y desapareció. Sus hijos me ofrecieron una butaca. Los tres, en bata, me miraban con reproche. Lo achaqué a mi atuendo sexy. Gente tan religiosa como aquélla, con la mirilla de la puerta en forma de Jesucristo… «Si estás mal, podemos llamar al médico del sexto», dijo la diminuta hermana pequeña. La mayor, con cara de roedor, la miró con gravedad. «Ana», le dijo, «a esta niña lo que le pasa es que ha bebido demasiado». El hermano, enorme y bigotudo, la apoyó: «Sólo necesita comer algo y descansar. Lo primero lo está arreglando mamá». «Oh, no. ¡Pero si no puedo comer nada! Tengo las tripas fatal. Sólo esperaré a que llegue mi hermano», dije. Qué incómoda estaba. No es que los demás vecinos fueran normales, pero aquellos en particular... Me daban especial repelús. Sobre todo, porque de vez en cuando se les oía lanzar terribles risotadas al unísono. «No vamos a aceptar un no por respuesta», dijo el hermano. Se acercó, se agachó y me miró. Tenía venillas rojas en los ojos. Instintivamente, eché la cabeza para atrás. Rio: «Tranquila, no te voy a hacer nada. Aunque en tu casa me llaméis el Enterrador». Me quedé petrificada. «Y a mi hermana y a mí las Numerarias. Las paredes de este edificio son de papel», me acusó la hermana menor. La mayor puso la guinda: «Aunque lo peor es que bromeéis con que tenemos aquí dentro a nuestro padre, momificado». ¿Era aquello una pesadilla? Me disculpé penosamente, amparándome en nuestro nefasto sentido del humor. Entonces entró la madre, portando una bandeja con un vaso de agua y un plato humeante. Parecía un guisado. Supliqué en vano. «¡Come!», me ordenó el hermano. Suspiré y me serví. Corté un pedacito de uno de aquellos grandes dados cárnicos, me lo metí en la boca, mastiqué, di un sorbo de agua y conseguí tragar. Mi estómago lo aceptó. Sentí alivio. «Está bueno. ¿Qué carne es ésta?», pregunté. Entonces los cuatro lanzaron una de aquellas risotadas que tanto me repelían. Y recé por que mi hermano apareciera cuanto antes. Vivo.