Cuando repaso en mi cabeza los acontecimientos de ayer, me cercioro cada vez más de que
lo que ocurrió trasciende los límites de mi comprensión.
Se llamaba Laura. La encontré llorando a la salida de un café, y le pregunté si todo estaba
bien. La habían plantado. Le acerqué mi pañuelo, y comenté que había peores cosas en el
mundo. Hablar siempre ayuda, le dije. Hacía frío, y me aventuré a invitarle una taza de
café. Aceptó mi propuesta, y me dijo que había un Lamucca cruzando la cuadra que le
gustaba mucho. Llegamos, y comentó que tenía buenos recuerdos de ese lugar.
Después de unos minutos de contemplación silenciosa, del lugar y de ella, llegó la primera
señal de alarma.
− ¿Recuerdas la primera vez que vinimos juntos?
Quedé un poco descolocado con la pregunta. ¿Acaso la conocía? Era muy joven, quizás
contaba unos 25 años. A estas alturas de mi vida, divorciado y más cerca de los cincuenta
de lo que me gustaría reconocer, se me hacía difícil creer que mi memoria fallase tanto
como para no recordarla. Por otro lado, sí conocía el lugar. Sin duda había entrado muchas
veces durante mis años en la Facultad de Derecho.
− ¿En otra vida, quizás?
A pesar de haber pensado mi respuesta, me parece que había dicho una verdadera pavada.
− En la que estás viviendo, Alberto.
¿Le había dicho ya mi nombre? No lo recuerdo. Una sensación de desconcierto empezaba a
apoderarse de mí.
− ¿De dónde te conozco, Laura? Perdona, pero de verdad no te recuerdo.
− Veinte años son mucho tiempo, ¿no?
¿Veinte años? ¿Acaso la había conocido cuando era una niña?
− Perdóname, Laura, pero sigo sin comprender.
Me parecía notar que lo blanco de sus ojos se iba coloreando, poco a poco, de rojo. Rojo
sangre.
− Vinimos una noche de Navidad. Me encontraste en el mismo lugar de hoy, a la salida del
café…
Pensándolo bien, era una situación más que probable. Había vivido en Madrid desde que
tenía memoria. Pero, ¡qué situación tan maravillosa esta! ¿Cómo podía recordarme, tantos
años después? Más que eso, ¿había congelado el tiempo? ¡Qué joven se veía!
− Laura, me dejas sin palabras… Pero sigo sorprendido de no recordarte. ¿Nos volvimos a
ver?
− No, Alberto. No cumpliste tu promesa.
− ¿Qué promesa, Laura?
− La promesa de no dejarme plantada.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mis demás sentidos no daban crédito a lo que escuchaba.
¿Estaba soñando, tal vez? ¿Era esto una pesadilla? Cerré mis ojos, mientras me llevaba las
manos a la cabeza.
− Tú no me vas a plantar mañana, ¿verdad?
Los abrí, de nuevo. Una mueca grotesca se había apoderado de la cara de Laura.
− No… No lo haré.
Cerré los ojos, una vez más. Al abrirlos, Laura no estaba.
Esperé media hora, y pedí la cuenta. Todavía no sé si debo ir a encontrarme con Laura. No
entiendo qué ocurrió. Quizás el cansancio del trabajo me afectó demasiado. No lo sé…