Ella
“¿Quieres que encienda la luz?”
La voz de mi abuela se oía extrañamente lejana, a pesar de estar a unos pocos metros.
El pasillo era excesivamente largo para mi gusto. La agradable y acogedora luz del salón que
nos había acompañado a mi abuela y a mí mientras tomábamos chocolate con galletas hacía
escasos minutos, ahora se marchitaba en ese pasadizo de puertas que conducían al baño.
Sin darme la vuelta, dije que no hacía falta, con mi aguda voz de diez años. Lo dije con toda la
valentía que pude transmitir; quería demostrar que ya era mayor.
Todas las puertas estaban cerradas, por eso fue inevitable fijarme en aquella puerta
entornada, justo a la izquierda del servicio. Noté que mi abuela estaba distraída mirando la
televisión, así que hice caso a mi curiosidad y me adentré en el cuarto.
Una fina luz de luna bañaba unos peluches y algunos pósters. Se trataba de la antigua
habitación de mi madre. Olía a humedad, a polvo y a olvido. Mi madre era una niña cuando me
tuvo. Siempre había sentido que mi nacimiento le había arrebatado su juventud, a la vez que
su tiempo y su sonrisa. Y, barriendo mis ojos por la estancia, frenaron en seco ante algo
extraño: una silueta.
La silueta tenía forma humana y estaba sentada en una silla, a contraluz con la ventana. No
podía ver su rostro ni su ropa, pero notaba que su mirada me atravesaba. Todo esto ¿Era real?
Mi respiración se agitó. Necesitaba saber a qué correspondía esa forma, descubrir hasta qué
punto mi imaginación me estaba gastando una macabra broma. No entendía cómo había
pasado: Hacía un momento estaba riendo con mi abuela, disfrutando de posiblemente la
mejor noche que había tenido en muchísimo tiempo. Hablando del cole, de chistes, de cómo
se hizo esa marca en el brazo en forma de conejito que tanto me gustaba...
Conseguí apretar el interruptor de la lámpara de la mesilla de noche. Con gran temor, mi vista
se giró a esa siniestra incógnita. El conejito del brazo de mi abuela me saludó, para mi
sorpresa: mi abuela yacía muerta en una silla. Sus ojos, abiertos y bañados en muerte, miraban
a la nada, enmarcados en unas oscuras ojeras. Su boca estaba cuarteada y abierta, con un
pequeño hilillo de sangre bordeando una de sus comisuras.
La televisión seguía sonando de fondo, en el salón.
Un escalofrío me recorrió la nuca. Todo encajaba. Nunca había sido muy querida en la familia.
Siempre había sido “ese accidente”. Y mi propia abuela jamás había tenido dos palabras
amables conmigo. Salvo aquella noche.
“Pequeña ¿Estás bien?”
Me giré de golpe. Aquella señora estaba en la puerta de la habitación. Me miraba con
curiosidad, sin mostrar un atisbo de importancia al cadáver que nos acompañaba. Mi corazón
latía a mil. Pero, no obstante, sabía qué hacer.
“No pasa nada, abuela. Todo está bien”
Y cogiendo su fría mano, ambas volvimos al salón, fingiendo que nada había pasado.