Lucio, hijo, los médicos no pueden hacer nada por tu abuela. Preparémonos para lo
peor.
- Magia negra. Alguien nos quiere hacer daño, lo presiento. Ustedes saben de lo que
estoy hablando – Dijo la abuela antes de perder el conocimiento.
El inquietante sueño de la noche anterior -la silueta de alguien con el rostro cubierto
implorando a la figura de un santo decapitado en la habitación de la abuela - bastó para
darle sentido a sus palabras.
Necesitaba respuestas y así fue como llegué al barrio negro. La imagen de un perro
moribundo lamiendo sus heridas fue mi recepción. Aunque sabía de la mala reputación
del lugar por la abuela, la desesperación me arrastraba. Quizás era la sugestión o mi
estado mental pero sólo percibía señales de mal agüero.
Un devoto a la santísima muerte que ofrendaba el humo de su cigarrillo en el altar de
la esquina, sin venir al caso me dijo:
- Tienes el oscuro encima de ti, tu rostro se está distorsionado
Sentí frío. Tuve ganas de vomitar.
- Necesito ayuda- le dije
- Ves al número 8 de la calle La Herrería – Me contestó como si pudiera oler mi
sufrimiento.
En búsqueda de aquella dirección una procesión fúnebre detuvo mi paso. Imaginé a la
abuela dentro del ataúd. En la ventana de la carroza vi mi reflejo y una sombra a mi
espalda acercándose. Tuve miedo. Nada tenía sentido.
- Acérquese a la palabra del señor – Me dijo repentinamente un malviviente de la zona.
Me hizo reaccionar. La procesión seguía su paso, podía escuchar cómo mis latidos
retumbaban violentamente en los viejos edificios del lugar.
La noche había caído en el barrio y mi juicio por los suelos. Tomé un trozo de metal
afilado, lo guardé en la chaqueta y continúe andando.
Finalmente, llegué al número 8. Algo golpeó en mi pie izquierdo. Unos niños jugaban a
unos metros de distancia. La cabeza de un santo decapitado rodó hacía mis pies. Los
niños reían. Recordé aquella pesadilla.
Estaba al límite, al borde de la locura. Accedí al edificio. Al pasar delante de la primera
puerta pude advertir a un grupo de gente celebrando una orgía. La mujer gorda me
saludaba con su lengua negra. Seguí caminando hasta el final del pasillo, y como si me
estuvieran esperando, alguien abrió la puerta. Empuñé el metal afilado.
- Las armas las carga el diablo – Dijo alguien.
Mi mano sangraba.
- Hay fuerzas ocultas que escapan a nuestra comprensión. No sabes dónde te estas
metiendo Lucio - Volvió una vez más aquella voz.
- ¿Quién eres? ¿cómo sabes mi nombre?
- No puedes hacer nada, tu abuela morirá hoy, los ángeles negros andan sueltos. Y tú
Lucio, tú morirás pronto -
Me dirijo hacia la voz. Allí tendida, agusanada yace la abuela. Froto mis ojos y ella
desaparece. Ahora soy yo, tendido, en un lote baldío. Me veo. Es mi final.