La observa mientras se ducha. Hace mucho que no la desea, no como ella querría. Solo
ve partes de su cuerpo que amputar. Las gotas de agua que resbalan y recorren su
cuerpo se tiñen de rojo en el anverso de su retina.
Ella está otra vez mirándole a través de la ventanilla que ilumina de forma natural el
sótano donde él se construye su reducto. Ve como los músculos de sus brazos se tensan
una y otra vez. Empieza a parecer cansado. Agachada para no ser vista, sólo puede
pensar en el pela patatas que sostiene en su mano derecha pasando una y otra vez por su
cuerpo. Y trozos de piel amontonándose en el suelo como las hojas de los árboles en
otoño.
Solo queda un hueco en la regleta para enchufar en el cargador del móvil. Pierde unos
segundos en analizar el resto de los cables. El de la televisión, el del descodificador de
la tele, el cargador del Ipad. Cada uno con un grosor diferente. Dispuestos para usarse
de un modo dispar según la parte del cuerpo a la que atarla, amordazarla o ahogarla. Un
pequeño kit de instrumentos de tortura.
Hoy bajarán a la playa y su niño jugará a hacer castillos en la orilla. Y ella verá al agua
alojarse entre rizaduras de arena como hilos de sangre. Y esperará pacientemente a que
la marea limpie las heridas, que volverán a supurar e inundar de nuevo su cuerpo. Y
volverán a casa.