En esa estrecha cuña de tierra en cuesta se levanta la casa, a la entrada del barrio de la Cooperativa, allí donde se adivina que el pueblo empieza a morir. Más allá nos vigila la negra montaña, con el cementerio a modo de puesto fronterizo que la separa de los vivos.
Al igual que la mala hierba, el edificio parece haber brotado sin permiso, agarrándose a las piedras que lo rodean, escarbando el suelo, con gran parte de las habitaciones construidas bajo tierra, como si buscaran evitar el sol.
Cuatro plantas a las que se entra por la última. La puerta del portal está tan agrietada que llega a tener un aspecto orgánico, una boca de dientes podridos. Al cerrarse retumba por el hueco de la escalera, como la sentencia de un juez tras condenar al reo.
Un fuerte olor a húmedo y podrido te golpea en la cara. Cueva rancia. Moho. Igual que una tumba. Más fácil entrar que salir. Uno simplemente deja que los pies le arrastren escaleras abajo hasta casa. Una cuenta atrás a cada piso. La del cuarto perdió a su hijo en la carretera. La del tercero se separó. La del segundo encerró a su hermano en una residencia. Al marido de la del primero lo mató el cáncer. Todo mujeres. Soy el único hombre que queda. Si había otro ese era Jojo, mi perro, de una raza mezclada de pelo blanco, simpático y juguetón.
Un día se quedó inmóvil mirando el suelo del baño, temblando de la cabeza a los pies.
¿Qué veía allí?
Desde entonces se quedaba hecho una pelota, como esos galgos de la perrera, que se saben condenados. Se escapó o huyó. A veces creo oírlo en el baño. Y sin darme cuenta me encuentro mirando el suelo fijamente. Hipnotizado. Eso que pasa con las nubes pasa aquí, que cuanto más miro los dibujos de las baldosas más dibuja mi mente caras familiares que antes no veía. Ésta tiene un hombre con gafas, fugazmente. Veo al vecino del cáncer. Aquí aparece un señor de gesto raro, el loco del segundo.
Acaba de bajar la temperatura.
En la baldosa de la esquina, que antes juraría vacía, ahora veo algo. Un gesto, una expresión. Ese ojo. El morro roto.
Jojo.
Y de pronto, como ocurre con las nubes, los dibujos vuelven a ser caprichos, manchas, trazos sin sentido. Nada más.
Salgo de la ducha buscando no pisar directamente el suelo. Algo me muerde. Es la percha que no he separado de la alfombrilla. Se me clavado de lleno. Me hago un buen tajo. Varios goterones de sangre manchan la tela. También el suelo.
Ahora lo escucho más cerca. Jojo. Ladrando sin parar. Advirtiéndome de algo.
Apenas puedo moverme. Ni respirar.
Ya está aquí.
Levanto el felpudo y me veo a mi mismo. Atrapado en el dibujo de la sangre dentro de una baldosa. Ojos agónicos. Boca abierta en una mueca inmortal. Un pozo mudo, oscuro, sin fondo.
Echaré de menos a las mujeres.