Vas tras el monstruo con ese instinto que te ha mantenido alerta por tantos años y recorres el camino como si llevaras los pasos grabados en una memoria antigua y la suela de tus botas destripara terrones de otro tiempo. A la vuelta del recodo aparece la casa, que se te antoja más pequeña, como encogida a la endeble luz de esa luna raquítica. Te acercas con pasos lentos, cautelosos, y contienes la respiración mientras la gruesa llave de hierro hiende la cerradura y un chasquido seco rasga el silencio. Se oye, lejano, el ladrido de un perro.
Empujas la gruesa puerta y bates el suelo con el cono de luz amarillento de tu linterna, y te quedas en el umbral, rígido, rastreando las paredes de verdoso papel pintado. Das un decidido paso y tu mano golpea un interruptor que enciende una sola bombilla de la lámpara del techo. Entras con cautela, la mano izquierda empuñando la navaja automática en el bolsillo de la gabardina.
El salón aún conserva un extraño olor de hogar, y el viento mueve los visillos de la ventana con ese vidrio roto. Te pones a mirar la foto de bodas en su marco dorado y hay como una punzada de compasión por los ojos serenos, confiados, de la joven novia. Y hasta te tiembla un poco la mano cuando tomas el primer portarretratos con el bebé, ese niño del que solo recuerdas su feroz tartamudeo.
Oyes un grito, te giras, la navaja en tu mano, con su acero desnudo listo para morder, pero no ves al monstruo, aunque sabes que está allí, agazapado, presto a saltar en cualquier instante. La otra foto muestra a la pareja unos años después: él sonriente, la joven envejecida, con gesto resignado y una niña en brazos que apoya una manita en el hombro de su hermano, que mira a la cámara con una gravedad impropia de sus cuatro años.
Hay como un rumor de pies menudos y un ruego entre lágrimas cuando te acercas a las escaleras y enfocas con la linterna los goterones oscuros que aún manchan los peldaños. Oyes algo rodar y te giras en guardia con tu navaja, pero el monstruo no aparece, aunque tú sabes que está allí. Subes a saltos, gritas para asustarlo, corres por el pasillo hasta el dormitorio principal con su espejo roto, las paredes con restos de sangre y la puerta casi arrancada del marco y allí tus palabras suenan como las recordabas, como golpes de martillo en un yunque.
Lo llamas a gritos, lo maldices con la furia del que todo lo perdió. Entras en la habitación de la niña y te parece verla, en un charco de orines, encogida en un rincón, con las pequeñas manos protegiendo su cara.
Das la vuelta, furioso, pasas al baño, sueltas un puñetazo al interruptor y te ves en el espejo. Y es cuando te das cuenta de que no hay que seguir buscando: el monstruo eres tú.