Solamente sentí una vez más ese perfecto vacío pesado mezclándose
con la sensación de asco hacia todo lo que me rodeaba. Demasiado
conocido. Un mastodóntico área comercial. Sonido de altavoces
humeantes y cifras y porcentajes que atrapaban los estantes en todas
direcciones. Estampida de colores y formas y números grasientos,
letreros chillones elevándose y azotándome como un ancestral látigo
que nadie más que yo podía padecer.
El caso es que ahí estaba, entero, una persona aún, a pesar de
todo, capaz de entender y pensar, empujado y removido de mi no
hogar en el apartamentucho. Un sujeto sin nombre desprendido de
todo, que caminaba y se desplazaba sin avanzar junto a sobres de
sopa y lonchas de jamón plastificado, filtrando la descomposición del
mundo entre aquellos insípidos corredores que se quintuplicaban
esquina tras esquina, estante tras estante, precio tras precio, céntimo a
céntimo. Hasta que llegué a aquella zona en la que el largo del pasillo
se perdía en el horizonte y, como en una especie de sueño hiper-
surrealista, un único artículo se repetía en cada balda, columna y fila
multiplicado por sí mismo hasta el infinito. Un destornillador dentro
de una caja. Tan simple y tan perfecto en aquella salvaje repetición que
no pude reprimir el deseo casi incestuoso de poseerlo. Un artículo que
alcanzaba proporciones divinas clonándose interminablemente
mediante la fe inquebrantable de la compulsión: << Tómalo. Poséelo.
¡Consúmelo!>>
Un destornillador en una a caja, sencillo pero necesario. Un
mango de goma negra rematado por dos líneas azules de las que
emergía el mágico haz de metal alargado con la punta estrellada,
creado quizás de la propia anatomía perfecta de algún poderoso ser
inmaterial. Tómalo, Poséelo. Fue en ese instante cuando un susurro me
dijo al oído: Es perfecto, cógelo. Y sin saber quién o qué había dicho
aquello, si venía de dentro o de afuera, lo cogí. De todos las miles de
cajas apiladas en aquel pasillo, aquel preciso destornillador había
dejado de ser un simple artículo. Era mío.
La locura de los carros cargados de nimiedades y la atronadora
orquesta de bips de las cajeras seguía su curso. Nada más importaba.
Cuando quise darme cuenta estaba fuera del centro comercial
con el destornillador en mi chaqueta, y la verdad es que no recordaba
haberlo pagado, pero la sensación de saber que el objeto era ya
necesariamente mío, y sólo mío, era tan reconfortante que cualquier
otra consideración resultaba insignificante.
De regreso un mendigo se me acercó, como salido de la nada, y
extendió el brazo, abrió la mano temblorosamente y compuso un
patético gesto de hambre. Me sonrío con los pocos dientes que
conservaba y entonces sentí que la podredumbre y el asco se
convertían de inmediato en miedo y muerte. Saqué el destornillador de
la chaqueta y lo hundí cuanto pude en el estómago vacío y sucio del
mendigo.
En su rostro apareció un destello de sorpresa, primero, dolor y luego
nada. El destornillador había cumplido su misión, la mía. La compra
había resultado exitosa.