La soledad, que era tan buena para el catarro, le había tirado los ojos más allá de las órbitas, hasta ese punto infinito en que se perdían en el rostro. Ahora estaba luchando contra las tinieblas del olvido, meciendo los recuerdos de la juventud en el balance del portal, cuando se le presentó un recuerdo en forma de queja:
¿Cuándo es que vas a buscar lirios?
El anciano, que para colmo, tenía fama de cortar con la mirada, buscó en todas direcciones queriendo saber quién se atrevía a hablarle de esa manera. Casi instante reconoció la voz de su difunta esposa y en el delirium tremens de la confusión le contestó a los vientos:
Será el mismo día en que te vuelva a ver, mujer del demonio.
Sin quererlo, sin calcular el alcance de sus palabras le salió tono de rencor en forma de amenaza para chantejearla, para hacerla volver a la existencia, obviando la imposibilidad de los espectros para asumir cuerpos mortales, desconociendo además que ella era la última en la enorme fila que se extendía por detrás del mundo hasta doblar las estrellas, de los que esperaban la próxima gran aventura de la reencarnación. Hasta ahí llegaron sus palabras. La muerta, que en vida jamás le perdonó una amenaza, se sintió brutalmente ofendida y quiso traerlo hacia ella.
Se lo llevaba arrastrado, poco a poco, sin que se diera cuenta, tirándole de los hilos del tiempo con una vejez apresurada. Ya cada hora en la tierra pesaba como mil años. El tiempo pasaba por él tan de prisa que la expresión de su rostro se confundía con el llanto y los ojos ya mucho se parecían a la mirada del sol cuando se está apagando. La muerta aprovechaba además la mínima oportunidad para incomodarlo, ya triándole de las sábanas mientras dormía o confundieno los obejtos más simples del uso diario, o pronunciando de vez en cuando el reclamo:
¿Cuándo es que vas a buscar lirios?
Sabía que no estaría tranquilio hasta encontrar los dichosos lirios, que en vida la hacían tan felices y que después de muerta tanto necesitaba.
El hombre, que antaño fue un jardinero experimentado salió a cumplir el reclamo de su mujer temiendo que se vengara, como era costumbre en vida. Le era pesado caminar y a penas podía con las tiejeras de poda cuando se adentró en el bosque siguiendo la pista de su mujer. La muerta lo condujo por un camino empinado que parecía acabar en la nada. Ya cuando estaba muy lejos sintió el olor de las flores, se acercó más y más, pero se había olvidado de que los lirios les gustaba crecer al borde de un precipicio. Al estirarse para alcanzarlos perdió el equilibrio. Estuvo cayendo durante largo rato por el barranco de rocas afiladas. Desconociendo que abajo estaba la muerta, esperando el montón de carnes molidas con una sonrisa tremenda pintada en el rostro.