Evitar su soledad
―Bob, cariño, para ya. Me estás asustando. ¡Y mira a la carretera!
El hombre rio con ganas antes de volver la vista al frente. Ante él, un par de manchas brillantes pero amarillentas
rasgaban la completa oscuridad del bosque, dejando apenas entrever acá y allá imprecisas formas misteriosas que
como borrones quedaban atrás a gran velocidad.
―No pretendía asustarte. Pero es que la historia es tan graciosa… ¿quién puede tragarse semejantes patrañas?
Carreteras sin tráfico, bosques oscuros, gente desaparecida, espíritus malignos… perdona si me hace gracia. Para
mí todo esto no son más que…
Justo en aquel momento, el motor del coche se detuvo, y los haces de luz se apagaron. En un ominoso silencio, la
última palabra muerta en los labios de Bob, sacó el vehículo de la carretera. Ambos se miraron.
―Bob, si esto es una broma…
―El coche no arranca, Rhonda. No es ninguna broma.
Era verdad: Bob hizo girar la llave varias veces en el bombín, pero nada sucedió. Sin calefacción, la temperatura
dentro del habitáculo parecía haber bajado varios grados repentinamente. Rhonda se arrebujó en su chaqueta de
lana.
―¿Qué vamos a hacer?
―Pues está claro: llamaremos al seguro, arreglarán el coche y a nosotros nos llevarán a pasar la noche a algún
hotel.
Bob echó mano al móvil, pero estaba apagado. Aunque en realidad… bueno, en realidad no era eso exactamente
lo que le sucedía al teléfono. La pantalla mostraba la misma estática de aquellas teles viejas, y las teclas no
obedecían.
Los cristales del vehículo se empañaban poco a poco.
De repente, Rhonda arrugó la nariz.
―¿A qué huele?
Un tufo nauseabundo había invadido el vehículo. Era como respirar el olor putrefacto de aquella comida que
quedó olvidada durante semanas en el fondo de la nevera y que te asalta nada más abrir la puerta.
Rhonda se cubrió la boca y la nariz con las manos y a duras penas reprimió las arcadas. Bob se inclinó en su asiento
y vomitó violentamente entre sus pies. Luego quedó encogido, con la cabeza entre las manos apoyadas en el
volante, y respirando con esfuerzo.
―Bob… ¿Bob? ¿Estás bien?
La temperatura en el coche había descendido varios grados más: salía vaho de los labios temblorosos de Rhonda.
Bob, aún agachado, comenzó a estremecerse y a emitir sonidos ininteligibles.
―¡Bob! ¿Qué te pasa? ¡Dime algo!
Bob se incorporó de golpe y la miró, pero lo que le miraban ya no eran los ojos cálidos y amables que ella
recordaba, sino dos simas negras y profundas. La piel estaba blanca, tumefacta y llena de venas azules, los dientes
ennegrecidos y el cabello… dios santo, el cabello se le caía a jirones. Lentamente alargó sus manos hacia ella.
Rhonda se apretó contra su puerta cerrada, pero solo una pequeña parte de su chillido de horror logró escapar del
interior del coche cerrado para perderse entre los árboles del bosque maldito, donde los espíritus de por vida allí
atrapados buscaban cada noche evitar su eterna soledad.