- ¿La apago?
- Apágala, cielo.
Cloc.
Aquella noche me había decidido a probar la ketamina. La conocía bien. En el hospital llevaba los botes
al anestesista y veía a diario cómo la administraba bajo la atenta supervisión del doctor. Unos diez
miligramos por kilo de peso. Doscientos cincuenta miligramos por vía oral me bastaban para conseguir
esa famosa supresión del ego, la alucinación visual, el agujero K... esa experiencia cercana a la muerte
que me iba a cambiar la vida.
Las maravillas que mi amigo el doctor Sancho, psiconauta desde los veinte, relataba sobre los efectos de
la keta habían generado en mí tal curiosidad que le pedí las pautas para consumirla de manera segura.
Lo tenía todo bajo control. Todo salvo una cosa: la única compañía con la que contaba era mi madre,
que aquella noche de invierno se había quedado viendo la tele en el salón. No tenía un guía. Me daba
igual. Quería experimentar, ver la luz, saber qué hay detrás y volver para contarlo. El doctor Sancho me
había facilitado su teléfono por si ocurría cualquier cosa. Subí al piso de arriba.
Introduje la solución en mi boca. Un minuto, dos, tres, seis, quince... la vista comenzaba a nublarse.
Sentí una euforia inicial que fue apagándose en pos de una caída. Tumbado en mi cama descendía, como
si hubieran agujereado el colchón, el somier, los dos pisos y la tierra entera. No había rasgo de agobio.
Me mecían en picado alas de hielo ardiente que se derretían y resurgían conforme me acercaba al suelo.
Cuando paré no había suelo: mi cuerpo giró y, de cabeza, volé hacia la luz. ¡La luz! Algo me espera al
final. Brillos intermitentes de colores vivos penetran las córneas de alguien que ya no soy yo, ni nadie
que he conocido. Todos estos halos confluyen en uno, bondadoso, blanco... ¡Alfonso! Siento miedo
porque me están gritando, pero al instante comprendo que es la luz. La luz me habla. Dejo de volar y el
volumen de la luz se apaga, mi nombre suena más tenue a través del túnel y lo que ya no soy yo
desciende unas escaleras y atraviesa la puerta. Mira abajo y rojo fuego, hedor a azufre, bajo sus pies los
rostros que amargaron su infancia convertidos en ceniza perenne, estatuas de Roma recobradas de color
le recriminan no haber sido más valiente... las manecillas del reloj aúllan que ya es tarde, el azufre
mutando a un olor más familiar; todo es negro, pero... un momento: arriba... ¿arriba? ¿Hay arriba?
Levanto la cabeza y escucho... cielo. ¡Cielo! ¿Quién es cielo? Estoy inmóvil... ¿por qué mi cuerpo no
responde? ¿Qué me está ocurriendo? ¿Cuántas horas han pasado? ¿Por qué mi madre no respira?