Ignoré las advertencias de mi sentido común y me acerqué al espejo, quería comprobar si las leyendas que circulaban sobre él eran ciertas o no. Cuando mi imagen se reflejó por completo, se fue difuminando, el espejo empezó a mostrar lo que creí que eran fragmentos de sus recuerdos que pasaban muy rápido, hasta que al fin se paró en la imagen de un hermoso campo blanco de algodón, y en el centro de él había un ataúd negro, tan negro como el interior de las pesadillas, pero estaba envuelto en llamas. Cuanto más tiempo me quedaba mirando ese campo, más se iba apoderando la congoja de mí. Estaba asombrado, porque a pesar del fuego tan intenso que emanaba del ataúd no se quemaba ningún ápice de ese algodón. Era como fuego ignifugo. El miedo ya me controlaba por completo, la imagen del ataúd se iba acercando, cuando lo hizo lo suficiente la tapa se abrió de forma violenta, y antes de tocar el suelo, desapareció. La imagen que vi dentro de ese pequeño abismo todavía me persigue. Dentro del ataúd vi a un anciano, estaba envuelto en la zarza más espinosa que he visto jamás, cada espina estaba clavada profundamente en su arrugada piel, causándole cientos de heridas, y de cada una de ellas emanaba sangre de aspecto ponzoñosa. La cara de aquel viejo me resultaba familiar, pero la zarza me impedía verla con claridad. De pronto, abrió los ojos y por fin lo entendí, lo que el espejo estaba mostrando era mi futuro; yo era aquel viejo. Sin darme cuenta mi yo anciano salió de su recipiente y empezó a andar, con cada paso que daba el campo iba perdiendo su hermosura y adquiría un tono entremezclado de marrón y negro; el color de la muerte. El campo se estaba marchitando a mis pies. Conforme el algodón se iba ajando, y muriendo, las espinas, que estaban clavadas en mis arrugas, iban desapareciendo una a una, y mi sangre volvía a tener un tono rojo de vida. Era como si el algodón absorbiera de alguna forma el mal que había en mi cuerpo. Repentinamente apareció una chica que se empezó a acercar a mi otro yo, era una belleza inigualable, tenía un pelo negro que le caía por los hombros como si fuera una cascada de muerte, sus ojos estaban vacíos, pero vivos, cuanto más la miraba más triste me iba sintiendo. Inmediatamente la chica levantó la mano y el viejo se paró en seco, este empezó a retroceder poco a poco, conforme iba retrocediendo el campo se iba curando y las espinas volvían a clavarse en sus heridas. Cuando el viejo volvió a entrar en el ataúd, aquella mujer se puso delante de él y le besó. Ella empezó a llorar, la piel de mi otro yo empezó a resquebrajarse y como si fuera polvo, se iba deshaciendo y esparciéndose por aquel campo gracias a la brisa.
Ese día entendí que no existe la salvación para mi alma.