Una mesa al fondo del restaurante se adorna por envases vacíos de cerveza. La ocupa Jakín, asiduo bebedor, cuya postura parece erguida por gracia del éter; incluso parece que el vaso, fijo en la tabla, en su mano sostiene toda la figura de aquel adán. Han pasado horas desde que comenzó a empinar el codo. A veces Jakín mira de reojo al espejo que ha estado frente a él. Cuando lo hace pide otra copa
- Señor, ha bebido suficiente —respondía el mesero.
- ¿Quién lo dice? —contestaba Jakín, arrogante.
El mesero trae otra cerveza esperanzado en la jugosa propina.
- Aquí está señor. Le retiro los envases.
- No, gracias.
Jakín mira en el espejo y observa a un ser igual a él. Desgarbado, ruin. Es su yo, pero en otro lado. En otro mundo. Coinciden en todo, incluso en la postura, tambaleante. Cuando presta atención logra observar a los fantasmas que lo sostienen e impiden que caiga.
- Bebe más —le dice uno.
- Hasta morir — agregan los demás.
- Toda…vía no es tiem…po —responde el cansado y ebrio Jakín.
- ¡Que la cerveza sea el nepente de tu desesperanza!
Jakín cerró los ojos por un instante, de esos momentos en que los párpados pesan como concreto. Pareció un segundo, pero pudo ser una eternidad. Cuando los abrió vio en el espejo a su otro yo, vencido, derrotado por el alcohol, los fantasmas lo rodean, se lo llevan, es hora de la condena. Despidió al otro Jakín y se dijo bendecido, porque los reflejos no tengan la misma desgracia mortuoria.