El garaje de mi casa chilla. Sus gritos resuenan ininterrumpidamente en mi cabeza como un martilleo incesante que se repite, una y otra vez, a intervalos regulares. Uno, dos, tres, un nuevo alarido rompe el silencio en mi interior. Se calla. Cuatro, cinco, seis. Ya no aguanto más. Mi garaje está gritando, mi garaje grita y me recuerda mi pecado. Desesperado, cojo un bidón de gasolina y unas cerillas, y, corriendo, desciendo por las escaleras que llevan hasta él. Cada vez los gritos son más fuertes, más agudos, y más se meten dentro de mis entrañas. Siento que mis tímpanos no van a resistir mucho más la agonía de mi garaje. Al llegar, con las manos tapando inútilmente mis orejas para minimizar el sonido, compruebo que el cuerpo sigue allí. No cabe duda de que está muerta. Sigue muerta, tal y como la dejé, pero la estancia se ha apropiado de su voz, la replica y la aumenta. Aterrorizado, abro la tapa del recipiente y comienzo a empapar cada centímetro del suelo mientras le imploro que se calle, pero ya no puedo oírme ni a mí mismo. Solo escucho chillidos en mi cabeza. Lanzo la cerilla, y la habitación empieza a arder. Abro la puerta y salgo al exterior, jadeando, y veo como, poco a poco, el lugar se va reduciendo a cenizas. Pero no deja de gritarme, de juzgarme, aunque se esté quemando, aunque esté desapareciendo poco a poco dejando tras de sí una estela de humo negro, color muerte.
Mi garaje ya no existe, son cenizas, pero me están gritando. Cada una de ellas emite una frecuencia diferente, formando un coro de alaridos que no cesan. Desesperado, impregno mi cuerpo de gasolina y uso otra cerilla para prender mi ropa. A medida que el fuego avanza, los sonidos se van aplacando, uno a uno, hasta que por fin, ya no oigo grito alguno, ni nada más. Mi garaje me ha asesinado