Presioné algo blando con fuerza. Los gritos del agresor resonaron en mis oídos como alaridos de animal, no entendí porque se contorsionaba con las manos sobre la cara hasta que noté la sensación viscosa, mezcla entre sangre y moco que me impregnó.
Eso fue hace mucho tiempo.
Camina el ciego delante de mí con su perro guía, se ha parado en seco, al volverse el olor me obliga a recordar, aunque yo haya sepultado esos minutos bajo capas de valentía débiles, evaporadas ante la sorpresa. Sigo teniendo miedo, me ha reconocido.
Ciego igual que yo aquella noche. No lo sentí llegar, sigiloso, ladrón, violentando la falda del vestido de verano, rompiendo las bragas, con prisas, aprisionando la espalda sobre las escaleras del portal.
Me defendí como pude, la mano izquierda recorrió una hendidura en la carne, dos, tiernas al tacto, húmedas, se dejaron asir y tiré. Desistió aullando, tropezando hasta encontrar la salida, nunca llegué a saber qué le había ocurrido exactamente.
Busqué durante días alguna noticia en la prensa, esperé, insomne que la policía me encontrara. Nada.
Decidí superarme, practiqué taekwondo, asistí a talleres de autoestima, voy armada. Hoy se esfuma la dignidad con el hedor que acompaña a la agresividad. Humilla, acobarda, hiere.
Quiero echar a correr pero las piernas se han quedado paralizadas. Dejo que se acerque hasta tocarme la cara. Susurra insultos, amenazas, me acusa de arrancarle los ojos. Abro la boca pero no salen palabras.
Mi ánimo medroso se encoge de terror, lo único que puedo hacer es esperar a que se decida a atacarme de nuevo, lo esperaré inmóvil, palpando la posibilidad de agarrar, aniquilar el órgano salteador de mujeres incautas, cortarlo de raíz. Noto la navaja automática cerca de la mano derecha.
Habría permanecido así durante horas, bravucón se jacta de que ha vuelto para terminar la faena. Sin que fuera consciente el arma se extiende ante mí, él es ahora el incauto. No hay nadie en la calle a mediodía, en el silencio vuelve a oírse el alarido del animal sangrante, se retuerce agarrando la entrepierna. No volverá a buscarme, he vencido, noto el hormigueo en las manos, dueña de mis actos.
Antes de alejarme caminando acaricio al perro para calmarlo, la sangre enrojece su pelaje blanco.