Fue un sórdido día de colegio en el que recibí un curioso y extraño regalo. A mi pupitre fue a parar un libro de recetas, escrito y maquetado a mano, cuyo autor observó desde el otro lado del aula como lo guardaba en mi mochila, pues pensé que podría ser una especie de broma perseguidora de risotadas entre el silencio sepulcral. Eso ocurrió la hora previa al recreo, justo antes de que la maestra nos recordase que hoy era el día de traer una receta casera preparada a clase. Se me había olvidado.
No tenía gran confianza con aquel chico, pero realmente agradecí que me dejase el libro de recetas. Haciendo uso del mismo, me propuse colarme en el comedor durante el recreo y preparar cualquier cosa que no requiriese más de treinta minutos. Lástima que la profesora no nos permitiese salir de clase, pues las recetas iban a presentarse justo en ese mismo instante y yo no tenía nada.
La maestra se sentó en su sitio y la clase permaneció en silencio, mientras ella pasaba lista requiriendo el nombre de nuestras recetas, nombrándonos como si nuestros nombres y apellidos estuviesen escritos sobre un epitafio, situándose el mío a la mitad del cementerio.
Si mirabas vagamente los pupitres, la mayoría de recetas escogidas por los alumnos eran pasteles. Los primeros nombres presentaron pasteles de chocolate, de zanahoria, de arándanos, etc. Nada fuera de lo común. El chico que me regaló el libro presentó un curioso pastel de miel y chocolate negro, realmente el más apetitoso de la clase.
Tras una exasperante espera, la profesora mencionó mi nombre. Yo confesé, con el nerviosismo de quien va a ser juzgado y condenado, que se me había olvidado la receta en casa. La mirada de la profesora sobre mi pasó de ser inquisidora a tétrica, como la mirada de quien revisa que el cadáver es concretamente al que se refiere el certificado de defunción que sostiene en sus manos. Continuó con los demás.
Una vez finalizó, la profesora propuso que cada uno intercambiase aleatoriamente la receta con otro compañero. Curioso azar. En mi caso no pude probar bocado al no tener ni un triste pastel, así que mi castigo era observar como los demás se daban un festín. Inconscientemente, quizás por aburrimiento o por llamar la atención, saqué aquel libro de recetas de mi mochila, así tendría algo que consumir, una distracción.
Pasaron los minutos a medida que ojeaba las primeras páginas y se escucharon los primeros gritos. No se si los de los alumnos fueron los primeros, o fueron los de la maestra. Después fueron las llamadas a la ambulancia, los llantos histéricos de la profesora, la impasibilidad de aquel niño, las picaduras... A decir verdad, el pastel de colmena de abejas no parecía tan apetitoso descrito en aquellas páginas, y os puedo asegurar que mucho menos en la realidad.