Podía sentir la calidez del Sol en su piel incluso por debajo de las sábanas. Entraba a raudales por la ventana, e incluso con los ojos aún cerrados supo que ya era bien entrada la mañana. No acostumbraba a dormir tanto, pero hoy se lo merecía por ser el primer día de sus vacaciones.
Su mujer debía de estar durmiendo a pocos centímetros de él. Intentó girarse hacia ella para abrazarla, pero algo se lo impidió. Como si una enorme fuerza lo aplastara contra la cama, cualquier tentativa de moverse fue en vano. Asustado y con el corazón latiéndole con fuerza, quiso abrir los ojos, pero estos continuaron cerrados. Presa ya del pánico, intentó gritar, y no consiguió siquiera que su boca se abriera o que sus cuerdas vocales emitieran ni un tenue sonido.
Nunca había estado tan aterrorizado. Sentía que el aire no llegaba a sus pulmones, ningún músculo de su cuerpo respondía. Estaba atrapado en su propio cuerpo, se sentía enterrado en vida.
Entonces, la oyó. La voz de su mujer, acercándose. No alcanzó a entender sus palabras al principio, pero pudo escuchar el llanto en ellas. Cuando ya estuvo a solo unos pasos de él, escuchó cómo se refería a la persona con la que hablaba como “doctora”.
Y en ese momento, recordó. Recordó estar en el coche, con su mujer, camino de sus vacaciones. Recordó la belleza de las montañas nevadas de Suiza mientras las recorrían para llegar al hotel donde pasarían la semana esquiando. Recordó la violencia de la nevada que empezó a caer poco antes de alcanzar su destino. Recordó cómo las ruedas habían resbalado, haciéndole perder el control del vehículo y arrojándoles con furia por la ladera mientras el coche giraba sin control en una sucesión interminable de vueltas de campana.
Su cabeza, como el coche, era un remolino de pensamientos ahora que era consciente de su situación. En él se entremezclaban el temor, la angustia, la desesperación. Por encima del ruido de su cerebro, escuchó a su mujer preguntar en un suspiro casi inaudible si no había nada más que pudieran hacer. Casi pudo ver a la doctora negar con la cabeza. Escuchó el sonido de un bolígrafo resbalando por el papel, y le vino a la mente la firma de su esposa. Cuando la doctora se fue, ella se acercó a su cama y le cogió de la mano, temblando. Si pudiera moverse, él habría hecho lo mismo.
Acaba de asistir, inmóvil e impotente, a su sentencia de muerte, y no podía hacer nada por evitarla. Ni siquiera podía llorar o desesperarse, ni ahogar su sufrimiento y su miedo en un grito de rabia. Por delante tenía varias horas de larga y angustiosa espera sabiendo cuál sería su final.
Solo le quedaba aguardar, en la oscuridad y con el corazón en un puño, a que llegara el día siguiente, cuando le desconectarían de las máquinas que mantenían con vida un cuerpo que ya llevaba varios meses muerto.