El anciano se levantó de la mesa sigilosamente, atravesó el local a paso ligero y salió por la puerta de cristal, creyendo que nadie le había visto huir de aquel restaurante. Cuando uno se cree invisible, siempre suelen existir unos ojos que lo ha visto todo, como en esta ocasión.
Martin, a pesar de haber pasado los sesenta hace una década, era ligero y rápido como un conejillo. Desde que le habían disminuido la pensión sus ingresos no daban para todo lo que le hubiera gustado, por tanto buscaba alternativas para conservar su buena vida. La opción de apretarse el cinturón ni tan siquiera la había contemplado.
Dobló la esquina y respiró veloz. Sonrió y se apoyo contra aquel muro frío lleno de grafitis rojos. Cerró los ojos y saboreó por segunda vez la cena que tan barata le había salido. No sabía que nunca los volvería a abrir. Saboreó también aquel momento de adrenalina generada por la emoción de lo que acababa de conseguir. Justo en ese instante tan placentero en el que su cerebro burbujeaba emoción, alguien le agarró por la manga de la gabardina y lo tiró al suelo. Lo arrastró rasgándole la piel de la cara contra el asfalto de la carretera hasta llegar a la estrecha calle de en frente.
Martín no reaccionó, aquel batacazo que dio su cabeza contra el suelo ya lo había dejado inconsciente y con el cráneo abierto. En aquel lado de la calle aquel señor comenzó a recibir patadas en la boca mientras sus falsos dientes se escapaban por el aire envueltos en sangre. Su estómago reventó a base de golpes y sus pulmones se encharcaron. Murió al cabo de quince minutos, sin embargo aquel bárbaro no dejó de golpearle hasta que sació su sensación de rabia.
El callejón conectaba con la entrada trasera del restaurante donde el jubilado había disfrutado su última cena. Nunca creyó que volvería a entrar a aquel lugar y menos en aquellas condiciones. Martín se convertiría en el menú de los clientes del día siguiente.
Aquellos brazos fuertes que lo habían arrastrado a la muerte, lo dividieron en secciones. Primero despellejaron su rugoso cuerpo, lo trocearon sin piedad y lo limpiaron de órganos inútiles. Solo quedó aquello que se pudiera aprovechar sazonado con especias.
La mesa roja manchada con la sangre de aquel anciano y ese suelo encharcado eran el mismo escenario donde había sido cocinado el plato que navegaba por su estómago reventado. El personal del local miraba horrorizado la escena, pero nadie decía nada por miedo, o porque el resto tampoco decían nada.