Aquel tórrido viernes salimos de Madrid a última hora de la tarde porque queríamos llegar
a Valencia antes de la medianoche; pero, a la entrada de la autopista, quedamos atrapadas
junto a miles de coches en una imagen congelada que nos heló la sangre. Presas de
espanto, encendimos la radio para asegurarnos de que no éramos víctimas de ninguna
ficción cinematográfica yanqui y escuchamos que el atasco se prolongaba hasta Arganda
del Rey.
Un tanto aliviada, llamé a nuestra amiga para ponerle al corriente:
- Nena, escucha, que en Madrid hay una invasión zombie.
- ¿Cómo?
- Sí, tía, que toda la peña está huyendo en estampida y hay un atasco del copón en
la autopista. Llegaremos pasadas la una.
- Bueno, pero hacedme una llamada perdida cuando lleguéis al portal porque el
timbre de abajo no funciona, ¿vale?
Cuando, por fin, llegamos a Valencia, otro escalofrío nos recorrió el cuerpo: la ciudad
estaba desierta, como la Atlanta post-apocalíptica a la que llega Rick a lomos de su
caballo. Dada la desolación imperante, no fue difícil aparcar el coche cerca de la casa de
nuestra anfitriona; pero salimos con aprensión, pues no llevábamos ningún objeto
profiláctico con el que defendernos de criaturas infectadas.
Caminamos despacio, en silencio, alertas y ansiosas por llegar al portal, donde la
llamamos con la firme intención de esperar su respuesta. El tono adormilado de su voz
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fue más que suficiente para devolvernos al mundo real. Ya reconfortadas, subimos las
empinadas escaleras muertas de risa hasta llegar al cuarto piso sin aliento.
Allí, ella nos ofreció unas cervezas heladas y, señalando una puerta que había al fondo
del pasillo, dijo muy seria:
- Por favor, hablad más bajito que mi compañera de piso está durmiendo.
Aquello nos sorprendió, pues teníamos entendido que vivía sola; pero, aunque lo
intentamos, nos fue imposible hacerle caso. Nuestras recientes aventuras no estaban
hechas para contarse en susurros. Y nos implicamos tanto en su escenificación que,
después de lanzar un grito irreprimible, creímos escuchar un chasquido de cadenas
procedente de la habitación cerrada.
- ¿Qué ha sido eso? _ pregunté, aterrorizada.
- Alucinaciones vuestras _ respondió la valenciana.
Al día siguiente, nos levantamos tarde, pero la supuesta bella durmiente seguía encerrada
a cal y canto en su guarida. Y no había rastro alguno de ella en toda la casa.
- Oye, ¿no será un fantasma que te has inventado para no estar tan sola? _ le espeté
a nuestra amiga, mientras nos servía el café.
Ella sonrió divertida, pero me esquivó el golpe con una digresión:
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- ¿Os apetecen unas tostadas de jamón y tomate?
Después, nos explicó que, en realidad, nunca la había visto porque siempre se comunicaba
con ella por wasap, incluso cuando se suponía que ambas estaban en casa. Y, ante nuestra
incredulidad, nos enseñó el último mensaje con perverso regocijo: “Recuerda que soy tu
amiga invisible y todavía estoy esperando mi regalo”.
- ¿Qué regalo? _ le preguntamos.
- Carne cruda _ contestó, afilando el cuchillo jamonero.