El día se desmadejaba paulatinamente. De la entraña de la niebla salían haces de luz amarilla que cruzaban la oquedad del ventanuco como flechas. Tras el vidrio, la señora Roberts deslizaba el cepillo sobre el cabello dorado de la pequeña Ensueño. Un nombre que había elegido en su juventud para el bebé no nacido que, durante algunos meses, ella sintió que crecía en su vientre. El cabello de Ensueño era finísimo y largo, y la anciana acostumbraba a cepillarlo al amanecer, cuando la aguja del reloj de la iglesia que se alzaba frente a su ventana tocaba las 7:45 de la mañana. De pie frente al ventanuco miraba los montes suabos deshilachados entre la bruma, y deslizaba el cepillo mecánicamente por la rubia cabellera. Las ruedas del cochecito del bebé de los Klee, la nueva familia a la que había alquilado el piso de arriba, sonaron entonces, aparatosas, sobre las ásperas piedras del patio trasero, donde los pocos vecinos que vivían en las casas colindantes aparcaban también sus coches. Sonrió. Y simultáneamente, sus pupilas dilatadas, adquirieron una apariencia siniestra. Feroces frente al visillo, se alargaron, refulgentes y afiladas, hasta clavarse certeras en la escena familiar. Como cada día, el turismo de los Klee alcanzó veloz la Wilhelmstrasse, no dejando más vista a su paso que una gruesa brecha de humo rasgando el aire del patio. La señora Roberts se sentó entonces en la cama. El torso desnudo, encorvado, y sus lánguidos y desecados pechos revelaban frente al espejo una enjuta y abatida silueta, casi en penumbra. Apretando a Ensueño contra sí, pretendió entonces torpemente amamantarla, en una suerte de lactancia imaginaria y senil. Después, recostada junto a ella, deslizó ligeramente el dedo índice por la mejilla de la pequeña. Había intentado, sin éxito, disimular una a una las numerosas quemaduras, que recorrían el pequeño cuerpo de Ensueño. Sin embargo, eran demasiado grandes para poder ocultarlas por completo. Sobre todo la que atravesaba su redonda cara de trapo como en una grieta rígida y parda, parecida a una cicatriz. No había ni un solo día en el que las quemaduras de Ensueño, no la transportaran de
regreso a aquella madrugada. Al menos, a ella sí que había podido rescatarla del incendio -pensó-. No así, sin embargo, al bebé de los Hesse, los antiguos inquilinos. Si estos no hubieran dejado la llave puesta por dentro aquella noche, estaba segura de que habría conseguido entrar a tiempo en la vivienda. Tal y como acostumbraba a hacer. En esta ocasión -se dijo- no podía permitirse ningún fallo.
M.H.Rindel