Diego creyó que podía acostumbrarse al horror. Cuando alguien le preguntaba cuál era su
primer recuerdo, él dudaba y luego contestaba. Las noches en vela con su madre, esperando que su
padre volviera de la guardia. Pero Diego sabía que ese no era su primer recuerdo. Se consolaba
pensando que aquel primer horror se habría infiltrado, vaya a saber cómo, en su mente infantil. Pero
era un sueño. Tal vez, su primer sueño. Ese hombre de sobretodo negro que a su vez cubría su
rostro con un paraguas negro, lo acosaba por todos los rincones conocidos hasta que el mundo se
terminaba y quedaba la nada. En la nada, el hombre acortaba la distancia porque Diego ya no podía
avanzar. Ni respirar. Entonces despertaba ahogándose.
Durante la adolescencia, el sueño no fue tan recurrente. Incluso, alguna vez, cansado del
hombre del paraguas, Diego logró derivar esa curiosa trama que tejen los sueños hacia lugares más
atractivos para su mente adolescente. Despertó con la ropa interior húmeda y una agradable
sensación de desahogo. Mientras se duchaba, se esforzaba para recordar los detalles. Los senos
firmes de la profesora no mucho mayor que los muchachos, primero a través del saco, luego de la
blusa y, al fin, la piel tibia. La falda levantada, la penetración furtiva. Entonces, el horror se
presentó y rompió la fantasía. Pero había tornado en asco y Diego hizo una arcada que lo puso de
rodillas en la ducha.
En la universidad no había tiempo para dormir, pero el hombre lo visitó algunas noches con
fuerzas renovadas. Diego no se interesaba más que en aprobar las asignaturas. Creía haberse
acostumbrado a los ahogos. El horror podía ser el mismo, pero él era otra persona, ocupada con sus
obligaciones. Lo tuvo claro cuando consiguió su primer trabajo en un taller gráfico y las horas de
descanso disminuyeron aun más. Su vida social que nunca se vio resentida por aquel primer
recuerdo que volvía a la memoria por las noches, ahora quedaba en tercer orden. Había que estudiar
y trabajar para estudiar. El sueño lo sorprendía en cualquier momento y el hombre del paraguas
siempre avanzaba en la nada, mientras él se ahogaba inmóvil.
Una tarde el teléfono del taller sonó. No se trataba de un pedido, era una comunicación
urgente para Diego. Su padre, en las vías del tren. No hallaron ningún mensaje, pero en el cuerpo
solo había un rosario y un documento de identidad. Era un caso típico.
Diego reconoció el cuerpo desfigurado de su padre en la morgue para ahorrarle la desgracia
a su madre. La escena del viejo maestranza en el cementerio, subiendo el ataúd vacío más de tres
metros, a un nicho de la cripta familiar, bajo la lluvia, le pareció lo más absurdo que jamás haya
visto. Entonces vio su reflejo en un charco. No tenía ropa de luto y se había cubierto con un viejo
sobretodo negro. Sostenía un paraguas negro.