S. trabajaba de superhéroe a media jornada en la Plaza Mayor. Aunque un
poco pasado de peso, el traje rojo y azul relucía con cada flash. No flash, le
gustaba decir a los risueños turistas. Vivía en un complejo mundo de cinco
dimensiones. A las tres espaciales y el tiempo se le añadía la más vívidamente
imaginada, aquélla que los Grateful Dead hicieron nacer en el angosto camino
donde las neuronas juegan a darse pequeños, continuos y psicodélicos besos
de acetilcolina. Pero, como suelen susurrarse los estirados y solitarios axones,
una psicodelia no dura si pretende ser auténtica. Nuestro héroe rememoraba
aquellos conciertos de alaridos sonrientes y afonías con texturas terrosas que
flotaban entre la gente mientras se contorneaban tirados en el suelo ante el
alborozo humeante de unos y la rabia siempre contenida de otros.
S. era trágicamente feliz en este mundo sobredimensionado, hasta que un
día, la negra masa que dicen se alimenta de dimensiones lo dejó sin la quinta,
aquélla que hacía de él un ser tan particular. Esto lo hundió en una ciénaga de
vaporosa vulgaridad, tan mediocre, que pasados pocos días el tiempo se quitó
de en medio de pura náusea, herido sin aquella distorsión que lo empapaba de
alegría y terror.
Sin la vigilancia del tiempo que todo lo diluye, la feroz masa negra creció
implacable y pronto devoró el volumen, barriguilla incluida. Desde ese día S.
pasó de vivir sus ilusiones tridimensionales a pulular por un plano, como
aplastado por unos brazos que lo deprimían y hundían a lo largo y ancho de su
habitación, la cual ya nunca abandonó. Se trasladaba con la nariz pegada al
suelo y había perdido la visión arácnida de lo unidos que tenía los ojos a las
claras baldosas que antaño pisaba con mucho cuidado, y que ahora aparecían
negras de proximidad.
Finalmente, el insaciable devorador lo consiguió. Engulló la superficie. S. se
convirtió en una línea que agotada formó un punto donde todo se aglutinaba y
daba vueltas como un eterno retorno al que nunca se recuerda ni olvida. Un
memento sin permanente para escribir sobre la piel. Como leyó una vez a
alguien que escribía de verdad. “Era un lugar donde el instante brilla y se
repite, y se abisma en sí mismo y nunca se consume”. Así es hoy su mundo
unidimensional. Infinito. No flash, no flash, se repite para sí.
Spreewald