Nunca me había sentido a gusto con mi sombra y menos en mitad de una guerra. Tan pronto la tenía delante como detrás, estaba harto de cargar con ella, era un grito constante delatando mi posición. Yo podía camuflarme de una u otra manera pero mi sombra, siempre oscura, me convertía en un blanco fácil.
Alguien disparó desde el lado enemigo, la bala pasó rozándome, apenas fue un rasguño pero mi sombra recibió de lleno el impacto quedando tendida en el suelo. No le dirigí una mirada ni me interesé por su estado. Me pareció una magnífica oportunidad para escapar de su obligada compañía y de paso desertar.
Me sentía ligero sin ella y fue fácil huir y llegar sin tropiezos a un lugar pacífico donde empezar de cero, sin pasado. Nadie notó la ausencia de mi sombra y yo tampoco la echaba de menos.
Pasó el tiempo hasta que una noche mientras dormía sentí un leve suspiro helado en la nuca, fue breve pero me desperté sobresaltado, lo achaqué a un mal sueño y ni siquiera encendí la luz. Por la mañana me flojeaban las piernas, conseguí llegar al trabajo a duras penas.
Esa misma noche sentí de nuevo el aleteo, el mismo suspiro en la nuca, encendí la luz y allí estaba mi sombra.
Se la veía incluso en el espejo, la miré fijamente y mi imaginación vio en ella una sonrisa de venganza. En cada suspiro se llevaba una parte de mi espíritu dejándome cada vez más débil, más vacío. Escondí la cabeza bajo la almohada pero fue inútil. Apagué la luz permitiendo que siguiera con su labor. ¿Cómo luchar contra algo intangible? Podía dividirse en varias sombras y atacar desde cualquier parte o esconderse en la oscuridad y seguir en su empeño. Mis esfuerzos por permanecer despierto eran inútiles. No sentía ningún dolor y mi sombra suspiraba sobre mí con mayor frecuencia debilitándome.
Ya no pude levantarme de la cama. Sin prisa pero sin pausa me fui convirtiendo en la cáscara de un ser humano. Sólo podía plantar cara unos segundos, luego seguía el aleteo, el ahora ya imparable suspiro.
Nunca hubiera pensado que las sombras tuvieran voluntad propia.
Llegué a mi límite, me sentí culpable, le sonreí aceptando sus razones y me dejé ir donde quisiera llevarme.
Para bien o para mal nadie escapa al juicio de su propia sombra.