La inmensidad de su habitación era aterradora. Para evitar que la oscuridad extendiese eternamente sus paredes, se aseguraba de que las ventanas permitiesen entrar luz del exterior, iluminando tenuemente cada obstáculo que encontraba a su paso. Pero las mismas luces que apaciguaban su angustia eran también la causa de sus miedos. Las sombras que acechaban tras cada débil halo de luz contenían todo aquello que era capaz de imaginar y temer. Cualquier ruido, por insignificante que pudiese parecer, tenía el potencial de proceder de los más recónditos lugares. Pero cuando por fin el silencio invadía la habitación, lo único que podía escuchar era su pulso. Parecía entonces sufrir un repentino ataque de sordera que hacía imposible oír lo que fuese que estuviese ocurriendo a su alrededor. Su incertidumbre aceleraba aún más si cabe los ensordecedores latidos. Los incesantes golpes que su propio miedo le propinaba en ambas sienes acrecentaban la imposibilidad de escapar de los peligros que habían conseguido penetrar en la prisión a la que había confiado su seguridad. Incapaz de guiarse por su ahora obstaculizador oído para percibirlos, agudizó la vista, escrudiñando cada segmento de su campo visual. Cada sombra a la que dirigía temerosamente su atención parecía inhabitada, mientras que en el resto creía entrever movimientos frenéticos que no era capaz de mirar. El miedo invadía ya sus ojos, que ahora solo despedían imágenes en las que no podía confiar, donde las sombras campaban a su antojo, subyugando sin piedad a la débil luz agonizante que luchaba aún por hacer posible discernir algo entre la penumbra. Sus párpados le ofrecían el don de la ignorancia, pero ante el cual, si sucumbía, deberá rendirse hasta el amanecer. Pérfidos, cubrieron la ilusoria imagen que producían sus ojos traidores, permitiendo a la plena oscuridad penetrar su propia anatomía. Escondida en el interior de los párpados, intrusa ya en su cuerpo, cubría completamente su vista. La tranquilidad que ofrecía no percibir ninguna imagen que pudiese alimentar sus agonías se veía eclipsada por la incertidumbre de todo aquello que acechaba fuera. Latidos ensordecedores. Oscuridad cegadora. A merced de los peligros de la noche, sentía como el peso de sus miedos se acumulaba sobre su pecho, se materializaba, dando vida al miedo a la muerte que habían alimentado la oscuridad y sus propios sentidos, confabulando a sus espaldas. La fuerza ilimitada que otorgaba a sus temores hacía de la respiración una labor imposible. Su indudable lucidez era la prueba de su inevitable final. Agonizante, inmóvil, bajo el peso del terror, a merced de sus miedos. La oscuridad consiguió entonces invadir todos sus sentidos e hizo desaparecer en un mismo instante los atronadores latidos y la violencia que sufrían sus sienes, dando paso a un inquebrantable silencio liberador.