Como cada noche desde que mi mujer murió, me preparo para intentar dormir. Apago
las luces de la casa mientras recorro el largo pasillo que comunica todas las
habitaciones. Durante ese recorrido observo con detenimiento una réplica de un cuadro,
«El remordimiento de Orestes», que adorna una de las paredes del pasillo desde que mi
mujer falleció. Cuando consigo salir del trance que el cuadro me produce, entro al
dormitorio cerrando la puerta tras de mí. Me tumbo en la cama y echo un último vistazo
a mi alrededor, asegurándome de que la puerta sigue cerrada. «Hoy podré dormir», me
digo a mí mismo. Apago la luz y cierro los ojos.
No tengo mucho tiempo para conciliar el sueño, por lo que intento dejar la mente en
blanco y no pensar en nada, pero no da resultado y sigo despierto mientras pasan los
minutos. Una nueva estrategia viene a mi mente: «pensaré en lo que voy a hacer
mañana». Intento concentrarme, pero es inútil, mi cabeza se está llenando de los
pensamientos que quería evitar a toda costa. «La puerta ya debe de estar abierta, y si es
así, estará allí, observándome». Hago un esfuerzo por mantener la calma y finjo dormir.
Intento no pensar en ella. «Duérmete», me digo. Imagino la oscura habitación en el
silencio de la noche y a mí tumbado sobre la cama, fingiendo dormir. «Así debe
verme».
Pasa el tiempo y cada vez estoy más desesperado, ya no puedo aguantar más mis
pensamientos y me obligo a mí mismo a abrir los ojos. En un primer momento no
percibo nada, pero poco a poco la vista se habitúa a la oscuridad, hasta que la veo. La
puerta está entreabierta, dejando ver la figura de una mujer que me observa desde el otro
lado. Es mi difunta esposa que regresa cada noche a recordarme el horrible crimen que
cometí.