El dolor le enloquecía cada mañana. Las continuas visitas al médico no daban respuesta alguna para aquello que sentía y que con el pasar del tiempo empeoraba. Las cosas que acostumbraba hacer con facilidad eran ahora un infierno por la presión sobre sus hombros.
La situación continuó evolucionando. Además de esa insoportable sensación, ahora un repulsivo olor a carne putrefacta le acompañaba a donde sea que fuere, nadie más que él podía olfatear aquello, los demás callaban extrañados cuando él preguntaba confuso a qué se debía ese olor. Los especialistas quedaban absortos frente a lo que sucedía, incapaces de dar una respuesta lógica.
En lo más profundo de sus lúgubres pensamientos, durante las silenciosas y gélidas noches, los alaridos de terror mezclado con el dolor de aquella joven se repetían sin fin. Las imágenes borrosas que con fuerza intentaba eliminar de su cabeza paseaban incensurables. Un festín sangriento en el que su mano empuñaba furioso aquel cuchillo que se clavaba en la carne fresca de su chica repetidamente, cegado por la rabia.
Desesperado luchaba por dejar atrás todo eso, pero la frase que solía repetir su abuelo en las noches de terror de su niñez no le dejaba en paz: “Los espíritus que van por ti, reposan sobre tus hombros hasta ahogar tu alma”.
¿Por qué la maté, por qué la maté? –Susurraba con pavor.
Desde fuera de la sala, y tras aquel vidrio, dos hombres le observaban.
Finalmente confesó. –Señaló uno.
La culpa es pesada ¿No? –Indicó el otro.