Escuchó los pasos detrás de la puerta. Como cada noche. Miró el reloj que tenía encima de la mesilla: las diez y media, como cada noche. Esperó encogido sobre el colchón. Sabía que en poco tiempo empezaría a escuchar los sollozos y los susurros. Se levantó de la cama y caminó despacio hacia la puerta cerrada. El llanto le llegaba nítidamente desde el otro lado, el llanto de un niño asustado que le penetraba el cerebro y le paralizaba el corazón. Escuchó un nombre y luego otro y otro. Pero todos eran el mismo nombre. Su nombre repetido una y otra vez por aquella voz espectral que le anunciaba su pronto ingreso en el inferno. Cuando estaba a mitad de camino de la puerta cerrada algo la arañó. Escuchó o más bien sintió nítidamente los arañazos en la madera, el chirriar de los dedos, el partirse de las uñas contra la dura superficie. El miedo se fue apropiando poco a poco de su ser. Sabía lo que se encontraba al otro lado del dintel. Conocía a la perfección el horror que se escondía más allá de la superficie de caoba que le separaba de su locura. Lo sabía, porque había soñado infinitas veces con ello. En el sueño intranquilo de los tranquilizantes había visto lo que se escondía allí donde no quería mirar. Su cerebro le decía que parara, que regresara a la cama y se cubriera con las sábanas como hacía cuando, de pequeño, los monstruos del interior del armario de su imaginación salían a la luz y se subían sobre el con sus cuerpos encogidos y viscosos. Su cerebro de decía que no siguiera, pero sus pies se negaban a obedecer. Una fuerza interna, una atracción magnética le obligaba a poner un pie tras otro camino de aquella puerta que seguía cerrada pero que mostraba lo que esperaba a todo aquel que se atreviera a cruzarla. Se encontraba a mitad de camino de su destino cuando empezó a sentir el olor, el olor nauseabundo que surgía de las profundidades de los pozos plagados de ratas y de masas informes, de cuerpos en descomposición y gusanos cebados, de ratas que se alimentaban de la carne pútrida que un día había sido bella. El olor le penetró en las entrañas, lo sintió como una mano que le retorciera los órganos y le apretara el corazón. Cuando tocó la puerta con la yema de sus dedos la notó fría, a pesar del calor que abrasaba su cara. Bajó sus dedos hacia el pomo, el olor se intensificó, sitió unas garras que se aferraban a su piel y la desgarraban. Giró el pomo lentamente y abrió la puerta.
La luz azul se reflejaba sobre las paredes de la blanca habitación, mientras el sonido rítmico de los aparatos que controlaban sus constantes vitales llenaba la sala en medio de la noche. El doctor hizo su visita de costumbre. El paciente seguía en coma. Todo estaba en orden. La puerta seguía cerrada. Aún.