Todavía no lo había visto, pero estoy de acuerdo con Luisa: está para comérselo… o para que me coma. Oscuro y musculoso, viste una camisa de motivos africanos y algunos brazaletes a conjunto. Me mira mientras cierra su buzón tras comprobar la correspondencia. Yo he mirado el mío hace apenas una hora pero, aun así, me descubro introduciendo la llave en la cerradura; resulta que también en esto somos vecinos. Una araña salta de mi casillero y me muerde la mano. Se me escapa un grito traicionero que dispara mis colores y mi mal disimulada torpeza. Avergonzada, agradezco cuando el nuevo inquilino del primero segunda agarra el bicho con delicadeza: “Adoro los insectos. Me llamo Wadudu”
Me incorporo como un resorte unos minutos antes de que suene el despertador. He tenido una pesadilla horrible donde miles de golpecitos en la ventana me desvelaban. Al descorrer la cortina, un enjambre de insectos que me miraban desde fuera y repiqueteaban con apéndices y aguijones en el cristal. Notaba cada uno de sus ojos observándome: larvas, gusanos, moscas, cucarachas, escarabajos, grillos; todos emitiendo al unísono un ritmo tribal que controlaba mi voluntad. Pese al asco, no podía evitar que mis manos abrieran la ventana para darles la bienvenida con un grito agónico por la imposibilidad de controlar mis actos.
Justo cuando un ciempiés me empezaba a subir por la pierna desnuda, he despertado.
Voy a la cocina, no creo que pueda volver a dormir. Caliento un tazón de leche mientras pienso en la pesadilla: es curiosa la manera en que las cosas que nos pasan influyen en nuestro subconsciente. Vierto una montaña de cereales en la leche, que desaparece bajo la marabunta de copos. Distraída, cargo una buena cucharada y reacciono al tercer grano que salta del bol. Se mueven, chillan, despliegan las patas y empiezan a salir del tazón como una colonia de hormigas que escapan del fuego; también de la cuchara que tengo a pocos centímetros de la boca. La dejo caer y preparo un grito que queda pausado por el “ring” del despertador que, ahora sí, suena a la hora programada. Pero no me despierta, esto no es ningún sueño.
Corro hacia la puerta del piso y noto el crujir de la quitina bajo mis calcetines. Salgo al rellano y veo la puerta de Wadudu. Llamo al timbre, ya encontraré más tarde la manera de justificarle mi estado. Abre y, sin darme tiempo a mediar palabra, me invita a entrar. Obedezco mientras observo su torso desnudo, lleno de tatuajes e implantes subcutáneos. El arácnido de esta mañana le sube por el ancho cuello y se le mete en la boca sorteando barrotes hechos de telaraña que se aguantan entre ambos labios. Escucho el ritmo que hacían los enjambres en mi pesadilla al golpear la ventana pero ahora provienen del interior del primero segunda. Se cierra la puerta detrás de mí y, en la oscuridad, solo soy capaz de ver el brillo de miles de ojos que se acercan.