Abrió sus ojos con dificultad, y el aire viciado y espeso de aquel lugar le repugnaban. Lejos, ya no se oían las bocinas de los autos ni tampoco las voces fuera de la habitación… como horas antes. El cuarto, aunque oscuro y silencioso, lo dejaban entrever sin mayor nitidez ni detalle algunos bultos difusos por una escasa luz blanca que emergía por los marcos de la puerta, como pinceladas.
No recordaba muy bien dónde estaba ni cómo se había dormido, sin embargo su propio silencio retumbaba en sus cienes, enajenado por la pesadez que le resultaban los minutos transcurridos… aunque no tuviera manera de medir allí el paso del tiempo.
Los labios, secos y partidos, helados… como si la misma muerte hubiera intentado besarlo.
Giró su cabeza hacia la derecha y los bultos difusos e inertes, sin forma alguna que comprendiera, e inacabados, yacían inmóviles. Giró hacia la izquierda y otros bultos similares eran develados por algo de aquella luz de la puerta, aunque amorfos y algo grises.
Sacó su lengua, emergiendo de esa cavidad bucal casi deshidratada con un último hilo de saliva amocosada, cual trozo de carne moribunda y violácea, que hizo contacto con el plástico turbio que lo cubría, y fue allí que entonces amplió sus ojos, enormes, ya sin humedad y en todo el diámetro de sus órbitas cuando la mente le devolvió el último recuerdo fugaz y perenne, más vivaz que aquellas carnes putrefactas y estériles que le contenían y le abrazaban no tan cálidamente. Permanecía paralizado, estupefacto, hundido en un océano de olores nauseabundos y sabores metálicos, un sabor a muerte y a sangre espesa que le comprimían el pecho por el pánico y lo mantenían quieto sobre esa plancha de acero… brillante y helada… que clavaban en su espalda un millón de dagas de plata.
Cualquier grito que arrojara quedaba ahogado debajo de esa niebla hermética y turbia que viciaba los últimos gramos de aire respirables, un grito mudo en un mar de sordos, de lenguas amputadas y necróticas. Ningún pedido de socorro podría salir ileso de allí, sin ser antes devorado.
La impronta de los arañazos sobre el metal que clavaron en su carne más aún sus uñas, y algunos dedos ya sin ellas, con el barrido de la sangre seca y oscura en sus intentos por liberarse…
«— Yazgo aquí, bajo el yugo de un verdugo sin rostro, consciente de los últimos segundos respirándome el alma y la parca respirándome en la nuca, y consumiendo los últimos resabios de aire tibio que me circundan...», —pensaba; calzándose ahora en una realidad ambigua e incierta, mortuoria, rígida, inerte.
Claustrofóbico. Volátil por primera y última vez. Liviano, ya sin temor.
Con la vista cada vez más borrosa y perdida, y a hurtadillas la muerte allá a lo lejos, imparcial, que aguardaba atemporal y caprichosa, ufanándose en su arrebato.
Las manillas del reloj marcaron las nueve, y de un sólo bocado se lo engulló el tiempo.