Allá, al fondo alcanzo a divisar esa funesta silla que por años traté de esquivar por todos los medios posibles, pero que, finalmente, resignado, debí aceptar… no tuve escapatoria. Ahora estoy aquí inmerso en mi ansiedad, en esta angustiosa espera, que se acrecienta a medida que siento que se aproxima mi hora.
Ahora mi mente revive lo más amargos recuerdos, esos que me tienen aquí padeciendo este tormentoso momento. Revivirlos es una verdadera tortura, torrentes de sangre brotan de mí y un intenso dolor me invade hasta el fondo del alma, incrustándose en mis tuétanos, enchinándose mi piel. Con mis lamentos y mi turbia mirada suplico por algo compasión, pero es en vano, ¡la tortura continúa! Quisiera escapar, pero no puedo, debo seguir aquí soportando este suplicio. Finamente no puedo contenerme y una fina lágrima se asoma por mis ojos.
—¡Llore todo lo que necesite! —exclama tranquilamente mi verdugo, mientras que, frente a mis ojos, de manera sádica y sin ninguna muestra de misericordia, prepara meticulosamente las filosas herramientas con las que seguirá martirizándome, saciando así su pasión.
Entonces no puedo contenerme y un torrente de lágrimas instantáneamente brota de mis ojos, deslizándose por mi rostro; su sabor se confunde con el de la sangre en mi boca, en un amargo sinsabor. Ese profuso llanto me brinda un poco de alivio, por lo que finalmente mis ojos se cierran y mi mente se escapa de ese aciago lugar.
—Señor Salazar —escucho decir. Cuando vuelvo a mi realidad veo a mi lado a una vigorosa mujer, vestida con un impecable uniforme blanco, quien me invita a pasar a donde el dentista.