Vincent daba vueltas alrededor de la lujosa estancia como lo haría una bestia enjaulada, ni siquiera prestaba atención al mobiliario que salía despedido por los aires y era brutalmente golpeado a su paso. Al cabo de un rato no quedó prácticamente nada que destruir, nada salvo el hombre atado a una silla que lo contemplaba horrorizado desde el centro de la habitación, su mirada era la mirada de un hombre que sabía que iba a morir.
Finalmente se detuvo frente al fuego que ardía en la chimenea de piedra y cerró los ojos. No dejaba de pensar en Santana, habían compartido secretos e infortunio desde que sus caminos se cruzaran veintisiete años atrás en aquel maldito orfanato. Entraron allí siendo tan solo unos críos y cuando salieron lo hicieron rotos y sin sueños. Mientras en el exterior los demás niños jugaban y crecían felices bajo la gracia del amor, ellos se marchitaban entre muros de piedra gris, unos muros que hicieron de sepulcro. Donde el llanto solo era quebrado por el silencio y el silencio por el llanto. Donde el frío daba paso al hambre, donde el hambre daba paso al miedo y donde el miedo daba paso a la vergüenza…
Recordó al que fue su único su amigo, recordó sus ojos azules, su rubio y ondulado cabello, su carita de ángel. Él siempre fue el pilar que lo sostuvo, el dique que contuvo su locura. La única persona a la que había querido, ahora estaba muerta. Cuando encontraron su cuerpo no hallaron signos de violencia y la policía llegó a la conclusión de que se había suicidado, una sobredosis. Se negaba a creerlo. Lo habían prometido, ellos solos contra el mundo, contra viento y marea, pase lo que pase. No, jamás rompería nuestra promesa, siempre fue el mejor de los dos. Había algo que no algo no encajaba. Las preguntas flotaban en su mente. ¿Por qué ahora? ¿por qué le había enviado un mensaje la misma noche de su muerte? Y lo más extraño, ¿por qué lo habría borrado antes de que pudiera leerlo? ¿se sentía culpable? ¿sería una despedida?
Los ruegos y los sollozos del hombre le impedían pensar. Vincent se dio la vuelta lentamente. Una sacudida de odio recorrió todo su cuerpo al contemplar al padre Damián, vio como temblaba de la cabeza a los pies cuando sus ojos verdes se posaron en él llenos de odio.
-Ten piedad, por favor, perdóname- suplicó.
Se concentró en sus labios, siempre había odiado sus fríos y asquerosos labios de sapo. Sin mediar palabra recogió el abrecartas que resplandecía en el suelo llamándole y se dirigió hacia él. Chillaba y pataleaba, pero era en vano, entre terribles gritos de sufrimiento le cortó los labios hasta arrancárselos junto a parte de las mejillas, clavó el filo en la frente y santiguo su cara, de arriba abajo y de izquierda a derecha, como le enseñaron, la apuñaló hasta que se convirtió en una masa sanguinolenta.
-Yo te absuelvo de tus pecados padre.