Un salón ancho y lúgubre acoge a un individuo que, tendido sobre una butaca, parece descansar. Se despierta mareado y trata de incorporarse sin saber cómo ha llegado hasta aquí. De poco le sirve despegar los párpados, pues de golpe le envuelve una negrura parcial pero angustiosa. Se lleva las manos a los ojos y hunde los dedos en sendas concavidades. El sentido del tacto le confirma que el de la vista no está siendo entorpecido por ningún tipo de vendaje. Aturdido, echa un vistazo a su alrededor. Calcula unos veinte metros cuadrados de tabiques altos y suelo enmoquetado. Debido a la ausencia de sombras en las paredes, deduce que el resto de la sala está desprovisto de amueblado. A ras de suelo, un radio de luz horizontal subraya la existencia de, al menos, una ventana. Decidido a ir hacia el fulgor, el contacto directo de sus pies con el mullido tapiz le revela que no lleva zapatos. El recorrido visual que inicia en sus empeines desnudos le lleva a cerciorarse de que ha sido despojado de toda prenda de vestir. Se levanta y, progresando casi a tientas, se detiene al percibir cómo los dedos de sus pies topan con un trozo de tela colgante. Cauteloso, retira tan solo parte de la colgadura por miedo a lo que pueda esperarle detrás. El impacto le causa una ceguera fugaz y luminosa, deslumbramiento que precede a la avalancha visual de un prado extenso y yermo sobre un par de retinas ya recuperadas.
Después de una madrugada fría y lluviosa, la temperatura se mantiene a la baja mientras las nubes regalan su espacio a un sol desacomplejado. Apoyada la espalda sobre el tronco de un árbol de ramas deshojadas y goteantes, una chica con chaqueta y guantes de cuero mira fijamente al cautivo. Él golpea el cristal pidiendo auxilio y recibe una sonrisa gélida como respuesta. Impasible ante la desesperación del hombre, la joven saca un frasco transparente de uno de sus bolsillos y agita su contenido ante la mirada estupefacta del otro. Acto seguido se palpa, por este orden, el cuello, el estómago y el corazón. Instintivamente, él repite cada uno de sus movimientos y se sorprende al comprobar que tiene las manos manchadas de tinta. Su cerebro recibe un fuerte latigazo y vuelve a marearse. La luz que ahora invade la habitación le permite ver la puerta de salida, pero de pronto siente que ha perdido todas sus fuerzas. Desfallece al tiempo que la mujer se dirige a su encuentro.
La víctima reconoce el chasquido metálico segundos antes de que la navaja automática inicie su recorrido. Para cuando llega la primera puñalada, los efectos del veneno todavía permiten sentir dolor. Hecho el trabajo, la asesina abandona el lugar del crimen dejando en el aire el móvil del homicidio. Cuando hay acuerdo entre ficción y maldad, la verdad escapa hasta de la posición privilegiada e ilusoria que uno ocupa. Cuídense de no traspasar la línea.