Cuando el despertador sonó ya la oyó. Era una voz áspera pidiendo socorro con una angustia fría. No le dio importancia esta primera vez, la ubicó en algunos de los sueños con sol negro de la noche. Y, como todos los días desde hacía tres años salvo los domingos, se aseó minuciosamente pero sin mirarse en el espejo, se vistió con uno de sus intercambiables trajes grises y se fue a desayunar al Bar La Esquina antes de dirigirse a su trabajo.
Allí la volvió a oír, cuando el camarero encendió la tostadora para prepararle la habitual media tostada con aceite. Pero no se atrevió a preguntarle si él también la había oído, no quería crearse fama de raro, loquito, en el barrio.
En el metro la volvió a oír, ¡socorro,! ¡socorro!, ¡socorro!, provenía de los móviles de los viajeros cuando contestaban wasaps. Escudriñó todos los rostros por si alguno pertenecía a esa voz ahora desesperadamente suplicante, un magullado zumbido de preso condenado a cadena perpetua. Nadie le miró, no como si no existiera él, sino como no existieran ese metro, la ciudad, la Humanidad, extinguida hacía mucho tiempo como consecuencia del miedo y la estupidez emocional.
No quería hacerlo, sería romper el orden de su vida, traicionar a su leal rutina, pero lo hizo, se bajó dos paradas de metro antes de la de su oficina. Y corrió para no llegar tarde. Nunca había cometido ese pecado, y una voz impertinente y aterrorizada por engendros afiebrados de vida salvaje no lo iba a conseguir.
Faltaban once segundos para la hora de entrada a su trabajo cuando ticó. Y se sintió a salvo de los peligros de la irresponsabilidad y también de la voz ya no suplicante sino acusadora. En el trayecto desde la parada de metro en la que había bajado hasta su oficina, había tenido que taponarse los oídos para esquivar las recriminaciones incluso sexuales que le había hecho desde claxones, altavoces publicitarios y relojes detenidos en el tiempo pero furiosos de campanadas.
Y ahora ya llevaba una hora en su mesa de trabajo redactando informes impecables y la voz martirizante había desaparecido. Creía que la había oído en la fotocopiadora, pero no, era algún gorgorito interno de la máquina, todo había vuelto a su cauce domesticado, su vida era de nuevo solo costumbre y certeza. Trabajaría hasta la una, comería en Casa Julián y luego proseguiría con el trabajo hasta las seis, así serían todos los días venideros, así sería todo el resplandeciente futuro hasta..., hasta...
– Hasta que te mueras, en este u otro trabajo parecido a este pero hasta que te mueras. Me tienen secuestrado y me quieren volver loco. No soporto ya tanto enclaustramiento. ¡Socorro!
La voz esta vez no procedía de la histérica sinfonía urbana sino de dentro de él mismo, y era nítida y, aunque parecía agónica, emitía cierta serenidad, como si hubiera ensayado durante mucho tiempo lo que había dicho. Y Rubén, de repente, lloró y recordó la vida.