Salió abruptamente del contenido de su lectura sobresaltado por el extraño silencio que se había instalado a su alrededor; ya no quedaba ningún cliente. Conocía el restaurante Lamucca desde hacía tiempo, donde ocasionalmente se sentaba a cenar, casi siempre, en soledad, pero el local ahora parecía no ser el mismo. Le rodeaba una inquietante penumbra, y finas columnas de humo emergían oscilantes desde las velas recién apagadas en el centro de algunas mesas.
Una camarera joven, de cabello liso recogido en cola de caballo, ya no circulaba por el local atendiendo entre sonrisas a los clientes; permanecía de pie junto a la puerta, inmóvil, con los brazos caídos y la cabeza exageradamente ladeada. Su mirada se perdía en algún punto del techo, tal vez en otro mundo.
Percibió entonces a su espalda una respiración lenta y pesada, casi agónica. Al volverse distinguió entre la oscuridad la silueta inmóvil del joven camarero de cuidada barba que tan amablemente le había atendido durante su solitaria cena. De pie, a su lado, casi rozándole, le miraba desde arriba con una extraña mueca de desprecio que exudaba una manifiesta mezcla de rabia e indignación.
La joven de la puerta inclinó despacio su cabeza hacia atrás y comenzó a abrir la boca cada vez más, sin emitir sonido alguno. En pocos segundos, su rostro quedó casi borrado por la aparición de una boca desproporcionada, descomunalmente abierta, como la de una animal mudo, torturado desde el interior y lacerado por un inenarrable dolor. De ella comenzó a brotar un extraño grito de angustia que se hizo a cada momento más intenso hasta resultar insoportable.
El enloquecido joven, con los ojos desorbitados, acercó su rostro sudoroso hacia él hasta casi tocar el suyo, tratando de balbucear algunas palabras confusamente. Sus labios temblaban de forma espasmódica y se esforzaban en pronunciar algo, mientras por su barba resbalaban borbotones de espuma que parecían provenir del mismo infierno.
—Mis… hijos, mis… hijos —mascullaba torpemente—. ¡Mis hijos…, mi mujer! ¡Su…, su novio! —gimoteó ahora señalando a la joven con intensa amargura, cuyo alarido constante y ensordecedor no cesaba de brotar desde algún remoto lugar del interior de su cuerpo, que ahora se retorcía entre convulsiones.
El siniestro camarero, ya fuera de sí, agarró la mesa con las dos manos, emitió un grave gruñido y tomó impulso hacia atrás para asestarle, sin aviso, un brutal golpe con la cabeza en la frente.
Sintió un súbito impacto en su cabeza cuando golpeó con ella el plato que contenía la cuenta y algunas monedas que esperaban sobre la mesa desde hacía ya casi una hora. Sin tiempo para pensar se abalanzó, ciego y aterrorizado, hacia la salida del local. Corrió despavorido por la calle Almagro, como si su propio escalofrío tratara de agarrarle por la espalda. Entre la penumbra y el olor a cera de las velas apagadas quedaron la cuenta, las monedas y el libro de relatos de Stephen King que dejó abierto sobre la mesa.