— ¿Está a su gusto la cena, señorita?
Asentí todavía masticando el suntuoso manjar que se deshacía en mi boca. Una carne delicada, cuyo sabor se entremezclaba con la salsa untosa de vino tinto. Algo de tierra, de flores, madera, no sabría precisarlo.
— Es exquisito — dije al fin — ¿Qué carne es?
El rostro emborronado del camarero me sonrió. Sus dientes permanecieron suspendidos en el aire, mientras el resto de su cuerpo ondulaba a su alrededor.
Cuando se extinguieron, no había nadie. Solo unas pocas velas titilaban en las mesas vacías. Escuché su chisporroteo retumbando en mis oídos. Miré a mi alrededor entre brumas de terciopelo rojo; todos los comensales se habían ido.
En la oscuridad, zozobra. Ante mis ojos, baldosas de mármol blanco y negro.
Una hoja de fuego se clava en mi garganta, intento gritar. Una sombra negra arranca las cuerdas de una guitarra de cuajo. Todo es rojo. Me arde el pecho.
Un halógeno parpadea. Siento la boca pegajosa al despertar. Rastros de sangre pintados en las baldosas. Veo mi propio brazo colgando, como si no fuese mío. De un respingo hago balancearse la mole de hierro que me apresa.
La jaula tarda en estabilizarse. La detengo con las manos, tambaleándome. Un dolor indescriptible desde mi pecho que ramifica hasta mi cabeza. Trato de gritar, de pedir socorro cuando siento un golpe metálico.
Hay otra jaula. Hay muchas más.
Un hombre con los ojos enrojecidos, a punto de salir de sus órbitas. Una larga cicatriz desde la barbilla hasta el esternón, grapada de mala manera. Golpea los barrotes una y otra vez. Intenta emitir sonidos, pero no puede.
Un cuerpo cuelga en otra de las jaulas. Sus piernas sobresalen por debajo de la jaula. Sin pies. Sin brazos. La boca abierta sin lengua. Aún respira.
Una olla está en el fuego, borboteando. El olor que desprende se retuerce en mi cráneo, a carne estofada. Huele a vino, a flores, a tierra. Doy una arcada que me quema al subir por mi cuello.
Me revuelvo en la jaula, golpeo los barrotes con los hombros tratando de descolgarla. No paro de gritar en aullidos silenciosos: ¡Quiero salir! ¡Dejadme salir!
El cocinero entra dando un portazo. La luz relampaguea. Me detengo en el acto, al igual que mi compañero de prisión.
Renquea hasta una de las celdas, tomando a una chica ensangrentada del brazo. La coloca sobre una tabla de cocina, ella patalea tratando de liberarse. El hacha centellea un instante. Cierro los ojos al sentir el chasquido. Uno. Dos. Tres. Araña la madera.
Cuando los abro, un río de sangre y su pierna ya no está. La muchacha está inconsciente, pero viva.
Golpeo con furia los barrotes, increpándole sin voz. Se vuelve a mí con el rostro desencajado, su sonrisa me aturde.
Me arranca de la jaula agarrándome del pelo y me arrastra hasta la olla. La destapa y pone mi rostro sobre ella.
— ¿Quieres saber de qué carne está hecho? — ríe — Mi especialidad: carne de lengua.