La hoz y el silencio
La lluvia rompía el silencio de la noche azotando con violencia los muros exteriores del convento. En el umbral, Sacramento escrutaba a su interlocutor, que llevaba una bolsa de tela de la que sobresalía una hoja afilada, sin brillo, manchada de sangre seca.
-Ese hombre siempre ha llevado una mala vida. Hace tiempo que se lo vengo diciendo a su mujer. Ahí está mi pobre Enriqueta, trabajando para sacar a los niños adelante y él por esos bares, con esas compañías…que me perdone el Señor, pero no me extraña que no haya aparecido en toda la noche.
-Afirman haberle visto por última vez tomando el camino que se desvía por la vereda de la fuente del arroyo y deja a mano izquierda este convento. Si ustedes han visto u oído algo…
-Aquí llevamos una vida de oración y recogimiento, ¿sabe usted? Nosotras no tenemos los ojos atentos a las cosas de la calle, que ya dice la Escritura que si tu ojo mira al pecado, mejor harías arrancándotelo. Pero deje que le diga...esa vereda lleva al granero abandonado de la antigua finca de los Valdemar.
-Así es, hermana.
-Y sabrá usted que pocas son las cosas buenas que pueden encontrarse allí, pues hace ya tiempo que en ese sitio no hay bestias ni gente que vaya a ganarse el jornal, y mire que nosotras no echamos cuentas a lo que salga de estos muros donde se respira el aire limpio del silencio y la Palabra, pero lo que dicen de ese sitio…
-Sospechamos que el desaparecido esperaba encontrarse…con una amante. Hay una chica del pueblo de al lado en paradero desconocido desde anoche. Creemos que alguien tenía constancia de sus encuentros y los esperó en el granero. A pocos metros hemos hallado esta hoz con restos de sangre, pero no hay rastro de ellos.
Sacramento evitó mirar la hoja afilada de la hoz y empezó a caminar, haciendo ademán de acompañar al agente a la salida del convento.
-Descuide usted que para cualquier cosa que sea menester podrá contar con nuestra ayuda, que quiera Dios que pronto este asunto se solucione y esa mujer y esos niños puedan descansar tranquilos.
-Gracias, hermana.
Sacramento aguardó hasta que el agente cruzó la verja exterior para cerrar la puerta. Entonces se dirigió con sigilo a la capilla, como queriendo evitar que las paredes del convento adivinasen el sentido de sus pasos.
Enriqueta esperaba postrada ante el sagrario. Sacramento la tomó del brazo, depositó el rosario en la palma de su mano y la condujo hacia el claustro interior, donde tres monjas cubrían de tierra un hoyo cavado en una porción del jardín.
Sacramento se santiguó y empezó a cantar:
“Hacia ti morada santa,
hacia ti, tierra del Salvador…”
Enriqueta se sobresaltó. Era el sonido seco de una campana, que sintió como un pálpito venido de la fosa, donde los amantes castrados agonizaban mirando con terror cómo las hermanas sellaban, bajo la tierra, sus últimos suspiros.