No podía soportar el control que tenía aquella mirada airada, ni esa forma tan tosca de dirigirme la palabra, haciendo aspavientos y levantando la voz, como si el resto del mundo tuviera que ser partícipe de nuestra conversación, o sus continuas interrupciones y consejos sobre lo que debía o no hacer con mi vida. Sin embargo, tampoco podía explicar esa atracción magnética que sobre mi persona ejercía.
Ya no sabía si aquello era o no amor, y todas las terapias que había tenido con distintos psicólogos especialistas rezaban el mismo diagnóstico: obsesión. Me era imposible dejarlo.
Su ausencia me provocaba una profunda desazón, y su presencia tal hastío, que tenía la recurrente sensación de estar a lomos de un caballo desbocado, sin bridas para asirlo.
Al límite de mis posibilidades, tomé una decisión.
Reservé mesa para dos en un restaurante cercano a la Plaza Santa Ana, en Madrid. Tras estudiarlo de extranjis un par de veces, me pareció un lugar elegante y diferente; enseguida quedé encandilada de sus altos techos, sus rincones almohadillados y su decoración herbácea, que tan buenos recuerdos me traía, en un tiempo donde aún era una joven e inexperta, pero curiosa, bióloga, estudiando en la Universidad Complutense. Gracias a la asignatura de “Toxicidad”, conocí un tipo de hierba perenne, con el haz oscuro y el envés verdoso-blanquecino, que, debido a la característica forma y color de sus bellas flores recibía varios nombres: dedalera, Guante de Nuestra Señora, Campanas de San Juan o, como a mí más me gustaba llamarla, Digitalis Purpurea.
Mi actual trabajo como farmacéutica me permitió conseguir con facilidad lo que buscaba.
Por fin llegó la hora, y mi doncel apareció a lomos de su Harley Davidson. Ataviada con mis mejores galas y mostrándole una amplia sonrisa, le conduje hasta un rincón algo más apartado del bullicioso salón principal de la primera planta, atestado de gente.
Me senté en el cómodo sillón, percibiendo tras de mí el sonido del tráfico madrileño que podía colarse por la enorme cristalera que iluminaba nuestra esquina, y, tranquila, le invité a escoger el plato que quisiese del menú replegable que había sobre la original mesa de madera, que se me antojaba similar a la tapa de un barril, y donde podía leerse LAMUCCA.
“Cielo, hoy todos los gastos corren a mi cargo”, le dije.
La comida transcurrió de forma agradable: esperé pacientemente a que llegase la hora del postre y él saliese al baño, como solía hacer. Entonces, sin que nadie se percatase, eché dos pétalos de la Digitalis a la tetera.
Cuando regresó, se sirvió sin pensar y sorbió con avidez. Al instante, aprecié cómo se inflamó la vena de su yugular y su cuerpo se tensó hacia delante en una convulsión. Formando una mueca de asombro y horror, pude ver su rostro y sus ojos inyectados en sangre, mientras la digitalina hacía efecto en él y le provocaba la tan ansiada parada cardíaca.
Por primera vez, sentí mariposas en el estómago.