Tan sólo un instante duró esa cálida sensación de cuando uno sale del dulce trance que sólo el sueño profundo es capaz de dar. En seguida la cascada sin agua de mi garganta y el aroma a metálico que desprendía la comisura de mis labios azotaron mi memoria cual látigo sin compasión por mi cuerpo casi inerte. El corazón se apresuró sin cautela como queriendo llegar a una meta que a todas luces acabaría en inexistencia, lo sentí en la boca, mi cuerpo convulsionó como queriéndolo vomitar. Traté de arrastrarme hacia lo que parecía de lejos una salida, clavando mis uñas al inmaculado suelo de la cocina. Todo parecía ordenado en la estancia. Los calderos relucían colgados del techo y los fogones estaban encendidos. Un suave olor a caldo y especias llegó a mí nariz y recordé a mi madre. Empecé a sollozar fuerte.
-¿Cómo has reptado hasta aquí, rata? – Dijo una voz autoritaria y sorprendida. - Ni cortándote las dos piernas hasta la rabadilla hemos conseguido inmovilizarte. ¡Hay que ver!
Traté de zafarme de sus fuertes brazos, pero resultó inútil. Casi sin esfuerzo me elevó y depositó encima de sus hombros, cogiéndome de los genitales y el cuello. Un reguero de sangre cayó por el costado desde lo que antes eran el comienzo de mis piernas. Sentí la bilis precipitándose rápida a mis papilas gustativas.
-Vas a tener que quedarte quietecito ¿oíste? – Dijo la voz amarrando mis brazos con una soga y tapando mi boca con cinta de embalar. - La carne se pone dura y es difícil trabajarla si se ejercita antes de cocinarla.
¿Cocinarla? – pensé. - Entonces divisé, desde mi lecho de muerte, el afilado cuchillo carnicero.
-Esto – dijo la voz señalando el instrumento – es para luego. Ahora, te voy a desollar y a aderezarte bien. Quizá te escueza, pero al guiso le va mejor, y el jefe quiere hacer la piel por separado a la parrilla.
Cierto es que no recordaba haber sentido dolor de la mutilación anterior, quizá me hubiera desmayado y eso es justo lo que quería: perder el conocimiento antes de que ese cerdo me arrancase la piel. Mis ojos trabajaban incesantes en busca de drogas que alterasen mi consciencia e hiciesen más llevadero el descenso a los infiernos. Pero era inútil. Antes de concluir mi paradójica empresa la voz se hizo presente nuevamente en la habitación.
-¿Un poco de brandy? Seguro que nos ayuda a ambos. - Dijo guiñándome el ojo mientras me arrancaba la tira de la boca.
Tragué el elixir con prisa desesperada cerrando los ojos. Sentí cómo se vaciaba un cubo de agua fría en mi cara y de pronto mi cuerpo empapado emerge desde el oscuro sitio en el que se encontraba hacía tan sólo unos instantes. Estaba sentado a los pies de la taza de un váter, que parecía de un restaurante. Mis piernas intactas desplegadas ante mí y un, lo que parecía, cocinero con la cara desencajada gritando:
-Señor ¿está usted bien? casi se muere intoxicado.