En el instante en que tomé la firme decisión de llevármelo, el plan emergió de principio a fin en mi cabeza. No había nadie cerca cuando entré en la habitación donde se encontraba y lo saqué de su cuna. Me dirigí directamente al garaje donde lo tenía todo dispuesto. Ninguna persona pudo verme. Eso me produjo una enorme satisfacción.
El siguiente paso era situarlo sobre unos sacos vacíos de abono que protegían por completo la mesa de trabajo que usaría para satisfacer mi capricho. Me aseguré de que no pudiese emitir ningún sonido. No dejaría cabos sueltos. Sencillamente lo haría desaparecer para siempre. Lo sujeté a la altura de codos y rodillas sirviéndome de la cuerda de cáñamo que tenía preparada en un rincón. Ni un solo llanto. Tensé las cuerdas y las até con firmeza en cada una de las patas de aquella vieja mesa.
Con una pequeña cuchara de café, sujetando su cabeza, le saqué primero el ojo derecho y luego el izquierdo. No oía nada, ni siquiera el habitual bullicio de la calle. Me sentí muy bien pensando en el efecto que iba a producir su desaparición. Además, el riesgo aportaba una excitación añadida que no es fácil describir.
Me recreé mirando las cuencas vacías de su carita y, sin más, tiré con todas mis fuerzas de las cuerdas que apretaban aquellos pequeños muslos. Después, casi no hizo falta el machete. Quedó desmembrado de inmediato. Continuaba totalmente ensimismado hasta que el sonido del timbre me devolvió de golpe a la realidad. Tal contrariedad detuvo el movimiento de mi brazo justo en el instante en que descendía el hacha.
A través de la mirilla vi a mi hermana al otro lado de la puerta. No debía volver tan pronto. Se supone que estaba merendando con sus amigas en casa de Margarita a unas manzanas de aquí. Noté agolparse los latidos en el pecho y pensé que tal agitación me delataría. Entró en la cocina, cogió de la nevera el pastel que había olvidado y se marchó. Respiré aliviado y, acto seguido, repasé con calma lo que había hecho. Por un momento pensé que yo no era así. Quise escapar, pero esa no era la solución. No obstante, llevaba dinero ahorrado encima. Reflexioné durante unos segundos. Sin perder más tiempo me dirigí hasta un centro comercial cercano y busqué aquello que impediría que alguien pudiese descubrirme. Volví corriendo al garaje para dejarlo bien limpio. Llevaba en mis manos lo que definitivamente eliminaría todo rastro de lo ocurrido: una bolsa con un Bebé llorón idéntico al que acababa de destrozarle a mi hermana. Solo tendría que ponerle las mismas pilas que le había quitado al otro y colocarlo en su sitio.
Con la mirada perdida, sonreí seguro de que ya nunca volvería a hacer algo así a un muñeco.