Estaba muy preocupado. El termómetro aún marcaba 39 °C y ella seguía quejándose del intenso dolor corporal, sobre todo en el vientre. Por si fuera poco, acababa de vomitar un charco de sangre. Quizá se trataba de dengue o algo similar. Aunque no deberían dolerle las entrañas. Pensó en la noche anterior. Su pareja había ordenado bistec con ensalada de lechuga. ¿Alguna intoxicación? De ser así, iría por suero a la farmacia. ¿Cómo estar seguro? Él no había estudiado Medicina.
Agarró el celular. Llamó a Claudia, la amiga de Paola. Ella y su título sabrían qué demonios era o qué hacer. Pero, tras siete timbrazos, a buzón de voz. Imaginó que estaría en alguna consulta. Probó suerte con doña Estela, su “suegrita”. A esa hora, ella se encontraría en casa, podría aconsejarle… “Deje su nombre después del tono”. Muy extraño. Intentó de nuevo. Mismo resultado. ¿Habría ido al mercado? La tercera opción eran sus padres. Seguramente no contestarían por el trabajo. “Y si…”.
Escuchó las arcadas y los quejidos de su pareja. Mejor llamaba un taxi o una ambulancia. No podía esperar. Buscó el número de don Roberto, el mismo conductor de la noche recién pasada. Una contestadora más. ¿Qué diablos le pasaba a todo el mundo? Todos se podían ir al demonio. Marcaría el número de emergencias.
Los pasos de Paola detuvieron su dedo. ¿Necesitaba ir al baño? “Amor, no deberías…”. Los ojos de ella estaban inyectados de un escarlata muy vivo. Un río de sangre fresca recorría desde su boca hasta el torso. En sus cuerdas vocales hablaban bestias. Antes de que Herbert pudiera entender qué pasaba, su prometida le dio un abrazo y un beso de despedida en el cuello. Y las despedidas, por lo general, duelen. Hasta pueden matarte.