Rostros acusantes, con pesar, mármol y frío.
Una lúgubre luz cubría lo que era un antiguo lugar sacro.
Velas, candelabros y unas grandes vidrieras iluminaban el lugar, un vaho gélido habitaba constantemente.
En el centro de la Iglesia se encuentra un joven sacerdote arrodillado ante un gran altar de estilo románico, con grandes columnas jónicas y dóricas.
Su cara está seria, sin expresar sentimiento alguno al igual que la virgen que corona este pesaroso lugar y todas las muchas esculturas que habitan allí.
De repente se abre la puerta, una gran niebla no deja entrever todo el interior.
Unos pasos se escuchan acercándose hasta este sacerdote, cuanto más avanza, más fuerte suenan, el eco compone una sinfonía que junto al aire de la puerta hacían que el lugar pareciera que fuera a caer en pedazos.
De la inexpresiva virgen comenzaron a brotar lágrimas, no lágrimas cristalinas, si no de un color rojo sangre que cubrían su blanquecino rostro de mármol.
De pronto el sacerdote se giró, sus ojos eran de color negro como el carbón, y al mirar, una lágrima roja brotó de sus ojos cayendo por su mejilla, acto constante su cara empezó a demacrarse y torcerse como si no fuera humano, las velas se apagaron todas de golpe y un grito ensordecedor inundó la catedral.
Todo se quedó oscuro y otra alma errante comenzó a formar parte de ese maldito lugar, convirtiéndose en frío mármol, sin una madre, un padre o el amor de cualquier persona.
Observando simplemente como más y más gente, rebasaba las puertas del infierno sin poder hacer nada, sin una simple mueca que avisara lo que estaba por ocurrir, solo ruido, confusión y un arduo odio por sus propias vidas.