No hace tanto tiempo, alguien me preguntó por mi miedo más profundo. En aquel momento no supe qué contestar y di una respuesta deliberadamente vaga y ambigua. El problema es que desde entonces no pude dejar de pensar en ello. Cada vez que me encontraba algo remotamente perturbador o me sentía inquieto por alguna causa externa a mi persona, tenía que detenerme a preguntarme: ¿Puede ser esto lo que de verdad me asuste?
No obstante, siempre encontraba un motivo para desestimar la cuestión y decidir que, definitivamente, no había encontrado la respuesta que buscaba, la cual, por cierto, estaba empezando a preocuparme.
Busqué en el cine y la literatura de terror. Durante semanas, engullí todo el material relacionado con el género. Solo encontré insatisfacción. Los monstruos y lo paranormal eran exagerados y demasiado fantásticos, mientras que el terror cotidiano era mundano y aborrecible.
Entonces vi el rostro de la muerte. No tras una máscara pálida y huesuda, sino de verdad. En el mundo, en la prensa. Fantaseaba con que las tragedias sobre las que leía no les ocurrían a personas anónimas, sino a mis amigos o a familiares. Así conseguía experimentar una leve ansiedad, y pensaba que podría estar acercándome a mi miedo más profundo.
Solo arañaba la superficie. ¿De verdad era eso lo que temía? ¿Perder la vida de algún ser querido de manera brutal y repentina? Pensé, imaginé, reproduje y racionalicé. Y descubrí en mi interior que no, esa tampoco era la respuesta. Semejante momento podía ser desconcertante y podía asustar, pero solo temporalmente. Y a mi entender, el miedo más profundo es uno que deja unas secuelas tan graves de las que es imposible recuperarse, es el equivalente al horror cósmico de Lovecraft, es aquello que te hace perder el juicio y toda la esperanza.
Así que decidí reunirme nuevamente con quien me había formulado la pregunta la primera vez y se la devolví, esperando que su respuesta pudiese arrojar algo de luz sobre una idea que ya se había vuelto obsesiva y que empezaba a obstaculizar mi vida.
Preparé el ambiente cuidadosamente. Allí, en la soledad de una habitación remota y aislada, en absoluta oscuridad, esperaba encontrar por fin la respuesta. Sin embargo, lo único que obtuve fue un sollozo y un balbuceo desesperado. Era una reacción que ya había visto antes, durante mi investigación. Todos reaccionaban del mismo modo. Familiares y amigos, expuestos a situaciones extremas, se descomponían, pero no me hacían experimentar miedo alguno.
Prendí la vela de la mesa con el encendedor, para ver el rostro de la persona que me había arrojado a aquella senda de autodescubrimiento. Sus suplicantes ojos estaban hinchados y enrojecidos. Le caía la baba por la boca y los mocos le resbalaban bajo la nariz. Su aspecto era lamentable, pero yo necesitaba mi respuesta. Así que le formulé la misma pregunta que me había hecho él tiempo atrás:
—¿Cuál es tu miedo más profundo?
Me señaló con el dedo y gritó aterrorizado.