–¿Os importa si tomo asiento? –preguntó el recién llegado, un tipo bajo pero fornido, con una gran calva y un arreglado y poblado bigote.
David lo miró sorprendido. Él siempre se sentaba en aquella esquina, a resguardo de las miradas del resto de parroquianos. Nadie se sentaba nunca con él.
–Me llamo Augusto –el desconocido continuó hablando sin esperar respuesta–. Vos, según me han informado, sois el señor David Llanas. Me alegra haberle encontrado.–
–¿Quién sois vos? –David empezó a incomodarse.– ¿Y de qué diantres me conocéis?–
Algunos de los tipos que estaban en la barra se giraron. Estaba harto de que le mirasen como a un bicho raro. ¿Acaso no podía hablar con gente?
–Veréis, no hay una manera sencilla de decir esto –prosiguió Augusto, distrayendo a David de sus pensamientos–, así que no me andaré con rodeos: me han comunicado que podéis hablar con los muertos.–
David, de pronto, enfureció. Aquello era demasiado.
–¡Eso es falso! ¿Quién os ha dicho semejante estupidez?–
–Si pudiésemos hablar en un lugar menos concurrido –Augusto miró alrededor, preocupado–. Aquí hay demasiada gente, y no me gustaría que vuestra imagen…–
–No sé quién sois vos ni qué queréis de mí. No podéis entrar aquí y espetarme a la cara que puedo hablar con los muertos. ¿Tenéis la menor idea de lo que me podrían hacer por esa invención vuestra? ¿De dónde habéis sacado tamaña majadería?–
Augusto y David se miraron unos segundos en silencio. David se sorprendió al ver que Augusto estaba sudando la gota gorda. Por su frente resbalaban gotas de sudor que acababan diluyéndose en su camisa, pegada al cuerpo, empapada por la tormenta. Es cierto que en la taberna el ambiente era cálido, sobre todo comparado con el exterior, donde hacía frío y llovía a cántaros, pero no como para estar sudando de esa manera.
–Volvía de visitar a un paciente que vive en el campo –comenzó a hablar Augusto, después de unos segundos incómodos–, cuando me ha cogido esta maldita tormenta. Mi burro ha trastabillado, me he caído y me he golpeado la cabeza contra una roca, de la manera más tonta.–
David se fijó mejor. No entendía cómo podía no haberse dado cuenta hasta ese momento. Aquel tipo estaba realmente pálido y sus ojos eran como los de un moribundo, sin brillo. Pero lo peor de todo es que tenía un coágulo de sangre en una sien, tapado por el pelo, pero no tanto como para no haberlo visto antes. Del coagulo caían algunas gotas de sangre, mezclada con sudor, que empapaban su camisa.
–Señor Llanas, estoy muerto –Augusto habló directo y sin tapujos.
–¡No es posible! –David dio un respingo en la silla, su vaso cayó y se derramó el poco vino que quedaba en él. Los parroquianos volvieron a girar la vista hacia él– Otra vez no.–
–Soy doctor –Augusto habló en tono profesional–. Os aseguro que nunca un vivo ha podido ver sus propios sesos, y yo los he visto esta misma noche.–