Los últimos cinco años, bueno, tal vez más, habían sido un tormento constante. Entre tanto sufrimiento también hubo momentos agradables. Las reconciliaciones eran sublimes. La colmaba de mimos y detalles que le hacían saltar las lágrimas de emoción. Claro que el precio a pagar, siempre, fuera demasiado elevado. De las palabras pasó a las voces y estas desembocaron, como no podía ser de otra forma, en bofetadas. Al final, los puñetazos fueron la evolución natural.
Comenzó sin darse cuenta. Pequeños gestos, salidas de tono sin importancia, enfados pasajeros y armisticios donde él se mostraba generoso tras lograr todo lo que su antojo machista creía que le pertenecía.
Aquella noche estaba dispuesta a hacerle frente. Se había armado de valor. El tormento del día anterior había franqueado los límites del sufrimiento. Había traspasado todas las líneas rojas imaginables y por primera vez tuvo consciencia de que su integridad física corría peligro. Su estado mental, aunque no lo reconociera, era deplorable. La había convertido en una persona insegura, miedosa, antisocial, huraña, solitaria…
En el dormitorio conyugal, donde la intimidad y el respeto deben prevalecer, se propasó. Sus ruegos y súplicas de nada valieron. La testosterona se impuso al raciocinio y al final tuvo que sucumbir y someterse a aquel deseo animal para aminorar, en lo posible, daños mayores. Cuando hubo saciado sus más perversos instintos, la humilló de la peor forma: “no vales ni para follar”. Las lágrimas rebosaron sus ojos y en silencio se abandonó al destino. Un simple sollozo podría desencadenar otro tormento y estaba exhausta para soportarlo.
Lo vio entrar por la puerta y notó algo extraño en su mirada, pero allí estaba ella, cargada de argumentos para poner freno a tanta sinrazón y perversión. Casi le da un infarto cuando le pidió perdón con un ramo de flores y una cajita que contenía unos preciosos pendientes. Sus tristes ojos se volvieron a velar, en esta ocasión de felicidad. “En el fondo es un buenazo” se dijo para sí, “¿cómo no lo voy a querer?”.
Pocos días transcurrieron cuando los gritos y zarandeos volvieron a adueñarse de su vida. Estaba desarmada, completamente abatida. Se debatía entre dos dilemas: Aguantar estoicamente aquel terrible sufrimiento físico y psíquico o abandonarlo para que no la destruyera aún más. Sin embargo, recordó lo que tantas veces le había berreado: “Serás siempre mía hasta la muerte”. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Sus manos temblaban.
Maquilló sus heridas para evitar preguntas molestas. Se inventó escusas difíciles de creer y se fabricó una coraza a medida. Ya era imposible salir del bucle en el que vivía. Su vida estaba arruinada y sus oídos, cerrados a los consejos que le daba la única amiga que le quedaba. Con todo, se volcó en lo que mejor sabía hacer, atender con mimo a sus pacientes.
A los pocos meses, se consumaba el diagnóstico. Su nombre pasó a engrosar una fría estadística: “Una cirujana, víctima 39 de violencia machista”.