Haciendo un movimiento con su dedo índice, el anciano me pidió que me acercara. Su rostro huesudo y demacrado, del color de las aceitunas, estaba atravesado por hondos surcos, semejantes a las grietas que quedan en la lava después de enfriarse. Avanzó delante de mí por un largo corredor, mal iluminado, cuya madera crujía y me resonaba dentro del pecho. El viejo encorvado, aunque todavía extrañamente viril, caminaba menos con cansancio que con desprecio. Llegamos a un enorme salón que parecía un anfiteatro. La luz de débiles bujías llenaba de sombras las cosas.
—Siéntese allí, y espere —ordenó con exasperada voz.
Antes de que se retirara, no pude evitar que mi desconcierto preguntara:
—¿En cuánto tiempo veré a Jesús?
—¿Al necio que se dejó crucificar? —inquirió el anciano, dejando ver una sonrisa descalcificada que olía a cloaca— Para haber cumplido los cuarenta, es usted muy cándido— añadió con sorna.
Por primera vez, desde que fallecí, sentí miedo. Sus ojos inyectados de odio me estremecieron. Experimenté el vació de una caída libre cuando le pregunté dónde estaba. El achacoso hombre se relamió las encías ensangrentadas, y respondió:
—Esta es la casa de Belcebú. La sala de espera, para ser más precisos.
—Debe haber un error —dije con todas las angustias de mi vida cesada, apiñadas en este ominoso instante.
—¿Por qué lo dice?
—Fui un hombre correcto —respondí.
El decrépito caballero se rio desde los intestinos, y una sustancia lechosa se asomó a la comisura de sus labios. Me habló de Antonio, mi compañero de primaria al que yo molestaba dándole palmadas en la cabeza para despeinarlo. Luego me recordó a Leticia, una novia que tuve mucho tiempo atrás. De nuevo sonrió, y tuve que girar la cabeza para evitar una arcada.
—Sepa usted, estimado señor —dijo con un placer mal disimulado—, que Antonio llegó a odiar al viento porque se sentía terriblemente humillado cuando sus cabellos se desordenaban. Durante años padeció, como dicen ahora, “problemas de autoestima”. Y en cuanto a aquella muchacha, ¿acaso no se enteró que nunca pudo confiar en los hombres después de que usted le fuera infiel?
—¡Pero yo tenía siete y diecinueve años entonces! —dije, a la defensiva.
—Sí, sí, justamente: malo desde pequeño.
—¡¿Malo?!
Un viento súbito aulló en las ventanas cerradas, y el aire se enrareció de azufre. Algunas ratas zigzaguearon entre mis pies. Vi siluetas acezantes que parecían reclamarme con sus manos epilépticas, y escuché que bramaba el piso y aleteaba una nube de murciélagos. La temperatura aumentó.
—¿Eso es ser malo? —pregunté, cerca del espanto, pero indignado.
—Y soberbio —añadió el anciano.
—¡No es justo! —protesté.
Satanás se puso de pie, abandonó su risa asquerosa, y me escupió en la cara. Mi rostro, el que yo recordaba, empezó a derretirse.
—Lo que no es justo es que un tipo como usted, que no ostenta crímenes memorables, se quede en mi casa a perpetuidad.
Al escucharlo iracundo, tuve plena conciencia de que había algo peor que la muerte.