La celebridad de Maribel manaba de su garganta prodigiosa. Ezequiel Bermúdez la contrató nada
más escucharla gritar y simular que escupía espumarajos verdes por la boca, sin mirar su currículum:
Licenciada en Arte Dramático e hija de exorcista. Esto último lo añadió para asegurarse el trabajo. Su
padre fue sacerdote. Lo dejó al conocer a Angelines, su madre, a la que le sacó el demonio de dentro con
cruces y agua bendita que llevaba bajo la sotana. Luego le hizo dos hijos: un niño y una niña. Maribel
estaba muy unida a ella. Sobre todo desde que descubrió que su debilidad nada tenía que ver con espíritus
ni posesiones. El exorcista acallaba sus propios demonios dándole al trago y a la correa. Aún martilleaban
en sus oídos los golpes, los gritos, el dolor. Ante la negativa de la madre a abandonarlo, ella huyó.
Arrastraba su culpa igual que El Engendro sus cadenas en la habitación contigua.
Maribel viajaba mucho, siempre de acá para allá. Cinco días en una ciudad. Siete en otra. Monta,
maquíllate, embútete en un camisón raído, actúa, mete miedo, recoge, desmonta. Y así durante meses.
Jamás pensó que sus sueños de ser actriz de teatro o de una serie de Neflitx al menos acabarían en aquel
decorado maloliente plagado de chillidos y sustos no aptos para cardiacos.
Sus compañeros de función, entre los que se hallaban Freddy Krueger y hasta el mismísimo
Leatherface, se divertían con maledicencias, murmurando que aquellos alaridos perfectos, los ojos en
blanco y las torsiones del cuerpo en la gran cama de atrezo en la que interpretaba su papel se los debía a
Konimba, un emigrante que trabajaba en El Tren de la Bruja y que había venido en patera huyendo de
terrores de los que nada sabían quienes compraban un tique para acceder al laberinto oscuro por el que
pululaban falsos monstruos con sus sustos de mentira. Su gran envergadura era la causante de que la
laringe de Maribel se mostrara tan lubricada a la hora de emitir aquellos espeluznantes gritos. Ezequiel
Bermúdez la felicitaba después de cada función, antes de que ella viajara sin rumbo entre los brazos de
Konimba a paraísos lejanos en aquel tren en el que repartía escobazos y regalaba globos. Imaginaba en el
éxtasis el rostro de la madre amoratado y las lágrimas en sus ojos de fiera mansa. Nada comparado al día
en que su hermano la buscó en la oscuridad mientras ella vomitaba palabrotas verdes: “Has visto lo que
hace la perra de tu hija”, amarrada a un colchón cuyos muelles amenazaban con expulsarla sobre el
público.
- ¡Papá ha matado a mamá!
Las luces estroboscópicas difuminaron los perfiles del tiempo. Maribel viajó al pasado. La
realidad se impuso a la ficción. El horror mezclado con la culpa y la muerte. La niña del exorcista profirió
un rugido tan desolador que los ojos de Ezequiel Bermúdez hicieron caja de puro contento. El resto fue
silencio en La Mansión del Terror.