Quizá tuviera razón su madre, y fuera una descerebrada por irse a dormir a mediodía. Y justo despertarse ahora, en mitad de la noche, helada de frío (la noche y ella misma) mientras la luna entra por la ventana. Le da la vuelta al móvil en la mesilla, justo al lado del sofá y comprueba que son las seis de la tarde; baja la vista sobre la pantalla, le sorprende lo borrosa que está; ve un par de mensajes de María y una llamada perdida de él. Vuelve a recostarse en el sofá mientras intenta recordar algo de la noche anterior llena de niebla y barro. Ella, en el recuerdo, sentada en la acera de la calle, ahora mira sus pies que enmarcan una flor espachurrada. Un escozor en la cara, en la sien derecha, junto a la altura de la ceja. Vuelve a mirar al suelo y allá junto a los pétalos manchados de sangre, está su móvil con la pantalla rota. Ahora en su salón siente un aliento que pasa por detrás y una sombra que se desvanece.
En su recuerdo levanta la vista y a lo lejos están María y él, hablando acaloradamente. Hay un tiovivo dentro de su cabeza, dando vueltas, silbando al pasar por delante de ella. De repente el estribo de piel de uno de los caballos golpea su cara a toda velocidad y vuelve en sí.
María le habla muy cerca y muy alto, de sentirse abandonada o no sé qué de un jardín. Coloca las manos abiertas sobre la acera para intentar acallar el vaivén de su cabeza. Y en ese preciso momento, sin saber de dónde viene, siente unas irrefrenables ganas de llorar, y empieza a hacerlo como nunca antes, dejándose llevar. Una asfixia muy real se adueña de ella según da vueltas sentada ahora en un caballo de cartón piedra.
Recuerda cómo acabó la noche con los zapatos en la mano y ese escalofrío que lo cubría todo en el garaje. Echarse a dormir en verano, con la piel brillante de sudor, y despertar aquí, en medio de la nada, de un invierno gélido y solitario, y lo peor: culpable.
Coge el móvil, se lo acerca al oído para escuchar el mensaje que le ha dejado él en el buzón: habla de algo de la primavera, de un jardín y una manzana, del futuro en común. Cuelga el buzón y se pone a leer los mensajes de María en los que le asegura que no será feliz si no es con ella, y que no le queda esperanza de conseguirla de nuevo si no contesta a sus wasaps. Se levanta del sofá, se acerca a la ventana y según descorre el visillo funde su mirada con la quietud de una calle a oscuras ahogada por una resaca cualquiera, e iluminada de azul por un coche de policía, que encuentra en el garaje un hacha de cortar carne con cabello humano pegado.