No soy una chica normal de quince años. En realidad, aunque aparente esa edad, tengo más, muchos más, pero no sabría calcularlo. Mis recuerdos se pierden en el laberinto de mi mente. Es como si mi vida hubiese empezado aquella noche en la que me encontró el matrimonio que yace muerto en el dormitorio.
Vinieron acompañados de sirenas y hombres uniformados y armados y me sacaron de aquel ataúd donde descansaba tranquila. Me trajeron a vivir aquí y desde entonces apenas he salido del sótano, donde ahora yace, sin vida, la niña pequeña de la familia.
He dormido de día y vivido de noche, porque el sol me mataría si entrara en contacto con mi piel nívea de vampira. El que se hace llamar padre, me ha alimentado durante este último año. Cuando le he pedido sangre, porque mi cuerpo lo necesitaba, me la ha suministrado en un recipiente cerrado al que tengo que acceder por medio de una pajita, con la condición de que tome otros alimentos. Sé que trata de manipularme, pero no lo conseguirá. Por otra parte no es lo mismo la sangre que me ofrece que la que corre caliente por un cuerpo vivo. Me siento débil. Mis afilados colmillos desean más, pero tengo que adaptarme y esperar mi momento. A veces, cuando succiono la sangre a través de la pajita, lleno mi boca de ella y la dejo salir, manchando las comisuras de mis labios, el mentón, el cuello y la ropa, mientras miro fijamente al hombre. Puedo apreciar el terror en su rostro desencajado.
Esta madrugada pasada llegó mi momento. Me sentía hambrienta. Más que nunca. Logré engañar a la niña pequeña, que volvía del cuarto de baño, con mi voz hipnótica de vampira, para que abriera la puerta de esta cárcel donde me tienen retenida y allí mismo la estrangulé. Luego cogí el cuchillo más afilado de la cocina, porque aún no tengo la fuerza suficiente y fui hasta el dormitorio de los padres, donde dormían plácidamente. Primero acuchillé al hombre, después a la mujer. Bebí su sangre. Luego fue el turno del hijo, lo acuchillé y destripé.
Ahora, ya de día, en esta habitación donde me encuentro, con mi piel blanquecina bañada en sangre, escucho pasos a mi derecha y volteó mi cuerpo. Es la niña pequeña, que llora mientras tose y acaricia su cuello. ¿Es posible que se haya transformado? La llamo para que se acerque, pero niega con la cabeza y trata de huir. Intento retenerla y me empuja hasta la luz del sol que entra por la ventana. Voy a morir.
El sol me ciega un poco, pero no ocurre nada. ¿Por qué no ocurre nada?
Sobre la mesa descansa el recipiente de la sangre y un par de botes de zumo de tomate rodeados de fotos familiares en las que aparezco de niña, junto a esa familia asesinada. No entiendo nada. Tan solo sé que deseo la sangre frutal de esa niña. Corro tras ella.