Desde hacía quince años conducía el mismo taxi que se caía a pedazos
recorriendo las calles de la ciudad. Siempre de noche, como un vulgar
vampiro que busca sangre con que saciar su perversión. Entre el asfalto y
las luces de neón ocultaba su siniestra cara. Entre suburbios y semáforos en
ámbar. Circulaba lento, observando a un lado y otro, hasta desembocar en
el antro donde estirar las piernas. ¡Puta vida! Escupía antes de aparcar
enfrente de la puerta, sitio reservado para clientes habituales. Y él lo era.
Las brasas se le encendían al traspasar la entrada y toparse con el personal.
Rígido, desafiante, sólo tenía que elegir a la víctima. Siempre hay donde
escoger. Buscaba a la más repugnante. No soportaba el más mínimo
defecto. ¿Quién no los tiene hoy en día? Mujeres con taras, a las que nadie
echaría de menos. Sentado en la barra, reclamaba su presencia con un
chasquido de dedos. Un par de copas, una insulsa conversación, un baboso
beso en los morros y una invitación a solazarse en el hotel más próximo al
que nunca llegaban. Cogidos por la cintura, salían con paso apresurado
rumbo hacia la pasión. Pasión mortal, delirios del color de la sangre.
—Este es mi coche, muñeca. Sube, que vamos a conquistar el mundo
—repetía como un ritual a cada meretriz.
Le excitaba contemplarlas por el retrovisor, riéndose sin freno, ajenas a
su destino.
—Maldita hija de perra —mascullaba en voz baja.
En el mismo escenario, el descampado donde no había ojos para testigos,
detenía el carro y procedía a la ceremonia de la muerte. Chupaba sus
dedos, lamía sus brazos, mordisqueaba su cuello antes de hincar los
colmillos hasta hacerles perder el sentido. Mientras saciaba su sed roja,
clavaba la mirada en la suya, aguardando una expresión de placer que ellas
le negaban.
—Grandísima zorra—maldecía.
Si a los asesinos en serie les da morbo cargarse a jóvenes vírgenes, a él
le ponían las tullidas, como si la recompensa fuera el doble.
Aquella noche de luna turca fue especial.
—Cómo pesa la jodida —despotricó mientras el sudor se adueñaba de su
camiseta sin mangas.
Imposible no rememorar el instante en que ejecutó el golpe de gracia.
Seco, contundente, preciso. En el punto exacto de la nuca. La cabeza
partida en dos le produjo un amago de náusea, pero haciendo de tripas
corazón, como otras veces —veinte, quizá veintidós— continuó con el
protocolo. Antes de descuartizarla, aún comprobó gozoso la marca de sus
dientes en el cuello.
—Nos vemos en el infierno —se despidió.
La sierra eléctrica hizo el resto. A duras penas cerró las dos maletas con
los pedazos dentro y cargó con ellas bajo un cielo grimoso camino del
vertedero. La última carrera del monstruo.
El taxímetro quedó a cero justo después de empotrarse contra el poste
eléctrico. Mientras las llamas lo devoraban en el viejo cacharro y la carne
quemada creaba un amasijo putrefacto de olor insoportable, su risa
dantesca resonó en aquel barrio de mala muerte.